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[Original en alemán]

A la edad de catorce años, conocí someramente la Ciencia Cristiana.

Del número de noviembre de 1982 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


A la edad de catorce años, conocí someramente la Ciencia Cristiana. Una hermana me llevó a algunos servicios dominicales y a las reuniones de testimonios de los miércoles en una iglesia filial. Aun cuando me parecieron muy agradables, no entendí casi nada. Mi hermana me dio también algunas copias de la edición en alemán del Heraldo. Me gustaba leerlas, pero tampoco encontraba en ellas mayor significado.

Treinta años más tarde, siendo ya una mujer casada, vivía en otra ciudad. Había recorrido un camino muy áspero y estaba totalmente quebrantada física y mentalmente a causa de la trágica pérdida de nuestro único hijo varón. La depresión me agobiaba y tenía pocos deseos de continuar viviendo, ni siquiera por mi esposo y nuestras dos hijas. Frecuentemente me sentaba durante horas en un peñasco desde donde se divisaba una pequeña bahía y me quedaba mirando fijamente el agua, pensando que tal vez podría encontrar paz allá abajo. Cuando parientes y amistades trataban de consolarme, les decía que mis penas eran simplemente la cruz que tenía que cargar.

Mientras me encontraba en este de turbación vi un anuncio en un periódico en el que daban información sobre los servicios religiosos en una iglesia de la Ciencia Cristiana. Dije a mi esposo que deseaba asistir, pero él sentía que nosotros nada teníamos que hacer allí. Sin embargo, un día trajo a la casa una invitación para asistir a una conferencia de la Ciencia Cristiana. Esta vez mi esposo creyó que debía ir, y fui.

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