Temprano una mañana me desperté a causa de los dolorosos síntomas de una infección de sinusitis en la frente y en la garganta. Mientras yacía en cama preguntándome qué hacer frente al problema, me di cuenta de que habían pasado más de dos años sin que estos perturbadores síntomas me atormentaran. Fue durante ese período de tiempo cuando fui guiado a conocer la Ciencia Cristiana.
Antes de eso, no sabía nada de estas enseñanzas como una religión sanadora. Nuestros antecedentes religiosos eran de una religión protestante, una que dejaba la enfermedad en manos de la profesión médica en vez de buscar soluciones en la iglesia. Había tenido ataques crónicos de sinusitis por espacio de cinco o seis años. Cada vez que sufría un ataque, por lo general tenía que guardar cama por una o dos semanas antes que los síntomas perturbadores desaparecieran. Buscando alivio de este problema había ido a uno de los mejores especialistas de la nariz, garganta y oído que había en la región para que me diera tratamiento. Sin embargo, después de varios años descontinué los tratamientos debido a su ineficacia. Había aceptado la opinión de que no había cura para esta clase de sinusitis y que sencillamente tendría que soportarla.
Ahora, durante ese malestar temprano en la mañana, recapacité sobre el hecho de que durante los últimos dos años había estado aprendiendo algo acerca del modo en que la Ciencia cura. En este caso me pareció que necesitaba ayuda, y que la necesitaba enseguida. Así que llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana que conocía. Él me aseguró que tendría mucho gusto en ayudarme. Entonces procedí a contarle sobre los dolorosos síntomas que estaba teniendo. Le había contado una cuarta parte de la historia cuando me interrumpió diciendo: “Vamos, eso es una mentira”. Me tomó muy de sorpresa este comentario y me pregunté: “¿Cómo puede decirme algo así? Después de todo yo soy el que estoy pasando por todas estas cosas. Yo debo saberlo”. Sin embargo, él no se detuvo allí. Hizo una pausa por un momento y entonces comenzó a explicarme todo lo relativo al hombre real, quien ha sido hecho a la semejanza de Dios y siempre ha sido perfecto, sano, saludable y libre. E insistió en que el hombre espiritual era mi verdadera identidad. Entonces me pidió que lo llamara esa noche.
Mientras regresaba a mi dormitorio, repasé mentalmente una y otra vez esa inspiradora y bellísima descripción del hombre. Era como una melodía celestial que nunca antes había escuchado. Y, sin embargo, no me era desconocida, pues yo ciertamente había oído y leído esas palabras anteriormente. Pero ahora tenían un nuevo y reconfortante significado. Me invadió un gran sentido de paz, gozo y libertad como nunca antes había sentido.
No tengo idea de cuánto tiempo pasé tendido en la cama pensando en estas grandiosas verdades espirituales, pero luego noté la hora y me di cuenta de que pronto debía salir para el trabajo. Salté de la cama, me preparé, y salí a tiempo. En ese tiempo estaba empleado en una fundición de hierro. Ya que ése era el último día del mes, hicimos un gran esfuerzo para despachar la mayor cantidad de toneladas posibles. Y trabajamos horas extras para lograrlo.
Esa noche, mientras estaba sentado en casa pensando acerca de las actividades del día, me acordé que debía telefonear a alguien, pero no podía recordar a quién. Entonces caí en cuenta de que aquella mañana me había despertado sintiéndome muy mal y pensando que tendría que quedarme en cama, posiblemente por una semana o más. ¡Era al practicista a quien tenía que llamar! Fue entonces que me percaté de que después de escucharlo esa mañana mientras describía al hombre de Dios, todos los síntomas de dolor y malestar habían desaparecido. Había recuperado inmediatamente mi estado normal de salud y actividad. Fue una curación instantánea. Así fue que llamé al practicista con gran alegría y gratitud para darle las gracias por su efectivo trabajo de curación.
Aprendí dos cosas importantes como resultado de este inspirador incidente. Primero: es imposible poner ante el pensamiento al mismo tiempo dos conceptos del hombre, así como es imposible poner dos objetos en el mismo lugar al mismo tiempo. Por consiguiente, debemos seguir las instrucciones de la Sra. Eddy (Ciencia y Salud, pág. 261): “Mantened vuestro pensamiento firmemente en lo imperecedero, lo bueno y lo verdadero, y traeréis éstos a vuestros pensamientos en la medida que ocupen vuestros pensamientos”. Segundo: Fue gracias al entendimiento espiritual del practicista, su conocimiento del hombre como la propia imagen y semejanza de Dios, que mi pensamiento fue conmovido y transformado por la Verdad, haciendo que la evidencia del dolor físico cediera a la salud y a la actividad normal.
Mediante esta victoria me parece ahora que conozco, en algún grado, el gozo y la gratitud que debe haber inundado a aquellos que Cristo Jesús sanaba instantáneamente — los enfermos, los ciegos y los leprosos — mientras se ocupaba a diario de las cosas de su Padre.
Lago Oswego, Oregon, E.U.A.
    