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¿Cuánto vale nuestra inocencia?

Del número de febrero de 1982 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Presos del remordimiento en jaulas que ellos mismos se han hecho, muchos se preguntan si la inocencia perdida puede recuperarse. Tras los barrotes de la prisión otros se lamentan del mismo modo. A través de las épocas, el Cristo ha tenido la respuesta: el estado inocente del hombre verdadero no puede perderse. Pero hay que dar los pasos para recuperar o fortalecer nuestro reconocimiento y nuestra demostración de esta inocencia.

Desde que el alegórico Adán señaló con el dedo acusador por vez primera, el magnetismo animal — el mal de creer en el sentido personal — ha continuado inventando excusas para culpar a otros. El dedo acusador, la imposición de culpa, se presta a perpetuar el odio, la envidia, las guerras y la crueldad; todo lo que más atormenta a la humanidad. Y no es sino hasta llegar a la extraordinaria revelación de San Juan que encontramos justicia total al nivel espiritual. Ésta es también la mejor exposición que se haya escrito sobre la resistencia universal que la malignidad presenta contra aquellos que han ido trás el Cristo.

Leemos: “Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos...”  Apoc. 12:10. Como lo revela la Ciencia Cristiana, la inocencia básica del hombre difiere mucho de la justificación propia del llamado hombre mortal. San Juan, en el Apocalipsis, ha expuesto que la acusación falsa de la mente mortal no tiene poder; él conocía la verdad sobre la pureza demostrable del hombre.

He visto el poder sanador de la demostración inspirada obrando una y otra vez. Pero el pensamiento equivocado se resiste a este poder sanador. Mediante el permiso inconsciente de las mentes mortales (carnales), la animalidad hace su obra maligna, rehusando reconocer la relación del hombre con un origen divino.

En todas las épocas esta negativa coincide con la falsa suposición de que el hombre es material y que, por lo tanto, no está bajo la autoridad del Cristo. Cuando recurrimos a esta compasiva autoridad, sentimos que disminuyen las molestias corporales y mentales y nos vemos separados de la materia pero jamás separados del Espíritu. La Sra. Eddy declara con convicción: “La lente de la Ciencia aumenta el poder divino a la vista humana; y entonces vemos la supremacía del Espíritu y la nada de la materia”.Escritos Misceláneos, pág. 194.

Ésta es una declaración revolucionaria. Pero no hemos mirado con claridad a través de “la lente de la Ciencia” hasta que no haya sido sojuzgado todo resentimiento. ¿Por qué? Porque el soñador adánico lleno de rencor se une al dedo acusador del hombre adánico para apoyar la supuesta realidad de la materia.

Un requisito adicional es, entonces, establecer en el pensamiento que allí mismo donde el sueño acusador pretende estar, allí, en realidad, está el hombre exento de todo mal, lo cual se puede demostrar mediante el Cristo presente en la consciencia. La inocencia es propia de la identidad como la del Cristo que cada uno tiene. Una vez establecido el hecho de nuestra pureza innata en nuestro pensamiento y en nuestras acciones, empezamos a reconocer que el dolor impuesto como pena por el mal no nos puede limitar. Habremos encontrado que el poder divino se magnifica ante la visión humana. De la misma manera podremos cambiar las amargas recriminaciones y presenciar nuevamente el perdón.

Cuando hablamos sobre la inocencia innata del hombre, sólo nos estamos refiriendo al hombre ideal de la creación de Dios. Aún así, ésta es la misma idea/hombre que cada hombre, mujer y niño es capaz de conocer, ser y amar. Pero como el mundo material se ha opuesto por mucho tiempo tanto al hombre perfecto como a su inocencia, estos conceptos tienen que ser atesorados en la oración. La Ciencia nos muestra cómo hacerlo. Debido a que la identidad verdadera no está al alcance de la materia, el intento que el materialismo hace para apoderarse del individuo puede sentirse como persecución. Esto no tiene por qué temerse. Cristo Jesús dijo: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. Juan 16:33. Jesús ilustró y explicó que por medio de la idea-Cristo podemos vencer los tristes problemas y las complicaciones del mundo, mientras todavía parezcamos estar en él. No tenemos por qué retardarnos.

¿Por qué, entonces, atormentan las dificultades del mundo a tanta gente? La respuesta es que la creencia de que el hombre está supuestamente separado del bien es una de las armas más fuertes de Satanás. Pero Satanás es desarmado por el Consolador, en forma de la Ciencia divina, la cual tiene el remedio para esta supuesta enajenación del origen verdadero del hombre. La tentación — ya sea de cometer un crimen, de aceptar el desaliento, o de permanecer apartado de la obediencia a la ley divina — es una forma del argumento viperino de que nuestro origen es irremediablemente humano y falible. Pero no tenemos por qué aceptar este argumento. “Ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos” para todos.

Hay prisioneros que, mientras cumplen largas sentencias, han descubierto mediante la Ciencia Cristiana la inocencia del hombre verdadero. Han aprovechado la soledad de la prisión para acercarse más a su carácter verdadero, que se origina en Dios. En esta nueva comprensión han encontrado el poder para encarar y vencer hostilidades de diversa índole que guardan ocultas contra la sociedad.

No tenemos por qué permanecer vulnerables a las seducciones del sentido personal o aceptar la creencia de que podemos ser separados del Amor divino. El que va en busca de la Verdad puede progresar hacia una compleción total y al mismo tiempo lograr una embellecedora liberación del pecado y de la culpa del pecado. También puede demostrar que está libre de la enfermedad.

Hay bastantes personas honradas, justas y bienintencionadas, que están todavía ignorantes de las bendiciones que se obtienen mediante la comprensión y demostración de que el hombre está completamente exento de mal. La enfermedad y la incapacidad física jamás han tocado al hombre verdadero.

Nuestra inocencia espiritual perdura para siempre. Darse cuenta de esta verdad produce curación, como me ha sucedido a mí en varias ocasiones. Hace algunos años, cuando sufría de un caso severo de fatiga ocular, llevé el caso al supremo Legislador, Dios, durante veinte días de estudio de la Ciencia Cristiana. Estaba abogando por la absolución, fundándome en que la acusación clasificada de incapacidad visual no tiene nada que ver con el hombre y, por tanto, tampoco con mi identidad verdadera. Cuando mis anteojos (que me habían recomendado con urgencia) estuvieron listos, me di cuenta de que veía mejor sin ellos. Había sanado.

Nadie tiene que declararse culpable de acusaciones de enfermedad, pobreza, racismo o de las iniquidades de las comunidades polarizadas. Cuando aceptamos el poder sanador del Cristo, empezamos a derrocar toda acusación contra el inocente. Demostramos la verdad de esta declaración profética: “¡Y cómo es aumentado el hombre visto a través de la lente del Espíritu, y cómo es contrapesado su origen del polvo, y cómo se adhiere a su original, jamás separado del Espíritu!” The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 129.

De manera que ¿cuánto vale nuestra inocencia? Es inestimable, a la vez que es perdurable.

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