“ ‘¿Querrías subir la montaña sin llevar ninguna de tus posesiones?’
“El respondió: ‘Quiero’.
“ ‘Entonces’, dijo el Extranjero, ‘has escogido la buena parte; sígueme’ ”.Escritos Misceláneos, pág. 327.
Estas líneas del artículo de la Sra. Eddy “Una alegoría” marcan las pautas para todo progreso espiritual. Y podemos aprender una lección de los problemas de los otros alpinistas del relato que insistieron en subir llevando consigo sus cargas mundanas.
La mente humana tiene la tendencia a ensayar de continuo un pasado mortal. Continuamente retrocede para recoger las cargas mundanas de un ayer que Dios desconoce por completo. En la verdad absoluta, el hombre no tiene otra historia aparte de su existencia como el hijo de Dios. Esa historia es completamente buena, pues el hombre es celestial, la imagen de la Mente divina. El hombre sabe quién es y qué es. Es la autoexpresión de la Deidad; por lo tanto, eterna e irrevocablemente perfecto.
Si deseamos escalar la montaña del cristianismo, debemos cumplir con el requisito establecido por el Extranjero — el Cristo eternal — de no llevar con nosotros ninguna de nuestras posesiones. La Ciencia Cristiana exige que el pensamiento fluya hacia el Espíritu. Y un falso sentido de identidad es el escollo más grande que hay en el camino ascendente.
¿Se ha escuchado a usted mismo decir alguna vez: “¡Pero es que yo soy así!” o “¡Él siempre fue así!”? ¿Se ha identificado con uno de sus padres y con la naturaleza o el temperamento de éste? ¿O cree que ha heredado la predisposición para ciertas enfermedades? Estos pensamientos restrictivos y temores sutiles son como las serpientes venenosas que se esconden en el sendero de la montaña de la alegoría de la Sra. Eddy.
Cristo Jesús era consecuente en reconocer su identidad como el Hijo coexistente con el Padre, el Dios viviente, a quien él reconocía como su propia Vida y Mente. Oigamos sus declaraciones: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente”; Juan 5:19. “No me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”; 8:29. “Yo y el Padre uno somos”. 10:30. Jesús es nuestro Mostrador del camino. Él nos mostró la identidad espiritual del hombre y su relación con Dios. Él veía que la individualidad espiritual, y no la personalidad mortal, era la verdad del ser. Está claro, entonces, que si vamos a reclamar nuestra relación de hijos, la “carga” que debemos dejar a un lado es el sentido de personalidad material y corporal.
La tentación de verse a sí mismo (o a los demás) como una personalidad mortal relacionada en forma armoniosa o no armoniosa con otras personalidades mortales es la carga mental que tanto nos estorba. “Una semejanza material humana es el antípoda del hombre creado a la imagen y semejanza de Dios,” escribe la Sra. Eddy. “De ahí que una persona finita no sea el modelo para un metafísico. Encarezco sinceramente a todo Científico Cristiano que deje de observar o estudiar el concepto personal de cualquier individuo, y que no fije su atención ni en su propia corporeidad ni en la de los demás, juzgándola buena o mala”.Esc. Mis., págs. 308–309.
El cuadro de un mortal con mente, naturaleza o vida propias es siempre —siempre— una imagen del pensamiento mortal. Jamás es la verdad del ser. La mente carnal abriga esta imagen de una personalidad mortal, pero no importa lo que intente retratar, no es más que una mera creencia sin la menor pizca de sustancia, vida o inteligencia. La creencia necesita tener un creyente en ella a fin de darle siquiera una apariencia de validez. El error golpea a la puerta del pensamiento buscando justamente a tal creyente; pero si uno está consciente de las verdades acerca de Dios y el hombre, rechazará esa imposición mediante una firme oposición mental. Se puede contestar: “No eres mi pensamiento, y no describes a nadie real. ¡Eres una creencia sin ningún creyente, y una creencia sin un creyente no es ni siquiera una creencia!” Cuando uno está convencido de la verdad de esta afirmación, y la vive escrupulosamente, puede entonces remitir eficazmente la creencia al polvo, a la nada, y se disolverá.
Una Científica Cristiana, que había estado casada durante treinta años, amaba entrañablemente a su marido y él a su vez la amaba a ella. Pero (¡y este tipo de “pero” es siempre la mente mortal introduciéndose!) él tenía un temperamento difícil. Reaccionaba con facilidad. Se impacientaba a menudo y peleaba. Su esposa había aprendido desde los comienzos de su matrimonio a permanecer callada y a afirmar la verdad acerca de la relación del hombre con Dios cada vez que él estallaba; pero aún así no era algo agradable. Ella sentía que todo ese fastidio era la cruz que ella debía cargar y simplemente lo soportaba.
Sin embargo, debido a que venía produciéndose en ella un gran desarrollo espiritual, sintió una profunda necesidad de reconocer más plenamente la individualidad eterna del hombre y su reflejo de la naturaleza divina. Se esforzó por vigilar cada pensamiento para ver si provenía de Dios o del falso acusador, la mente mortal. Sabía que ella debía desarrollar su propio sentido de unidad con el Padre y confiar en Dios para gobernar Su creación. Se estaba desprendiendo de la carga de su propio pasado mortal, y comprendió que no debía tratar de tomar sobre sí la responsabilidad de lograr la salvación de su prójimo.
Un día, después que su marido se había enfurecido por una trivialidad, se dio cuenta de una cosa. Le dijo a Dios: “Padre, necesito sentirme tan desposada con la verdad acerca de Dios y el hombre que estas falsas imágenes sobre el hombre se ‘divorcien’ del pensamiento como irreales”. Y con gran regocijo se preparó para permitir que esta “separación” tuviese lugar. Seguía queriendo a su marido y cuidando de él tanto como antes. Y cada vez que pensaba en su marido, o cuando estaba con él, rechazaba con fidelidad cualquier imagen de personalidad impaciente y pendenciera, reemplazándola con la verdadera idea de la individualidad espiritual del hombre. Cada vez que le venía al pensamiento el cuadro mortal, se volvía a Dios, prodigándole alabanzas por el hermoso hombre de Su creación. Dejó de lado los “parece tan” por los “es así” de la realidad divina.
Pasó el tiempo, y ella disfrutaba tanto de su nueva dedicación a Dios que el cambio del cuadro falso del hombre por el verdadero se producía sin el menor esfuerzo y en forma espontánea. Así pasaron varios meses. Ya no buscaba una recompensa; ella estaba sirviendo a Dios porque Lo amaba supremamente. De pronto se dio cuenta de que su marido ya no estallaba en ira ni se impacientaba. ¡Era un nuevo marido! El “divorcio” había sido completo, pero no de su amado marido, sino de la falsa imagen acerca de él. Ella no se había propuesto cambiarlo, pero él también había cosechado las bendiciones de su dedicación a la Verdad. Entonces no pudo menos que reírse al darse cuenta de que él tenía una nueva esposa: una esposa que no criticaba, que no condenaba, ni “hablaba falso testimonio”, ni siquiera en el silencio de su propio pensamiento. Había dejado a un lado gran parte de la carga de la personalidad mortal y corpórea y entonces había aparecido la coincidencia de lo humano con lo divino. Se había sacrificado un falso sentido de personalidad. Se había discernido el Ego-hombre. La realidad brillaba en su vida.
El tratamiento de la Ciencia Cristiana domina el elemento mortal y elimina sus falsas pretensiones. La separación de lo real y lo irreal tiene lugar en el pensamiento humano cuando la inteligencia de Dios penetra en la consciencia tornándola armoniosa, semejante a Dios.
El hombre nunca ha estado enfermo. No es un campo de batalla para la enfermedad. No es una personalidad pecadora, difícil o mortal. Despréndase de esta pesada carga de falsa identidad y suba libremente con el Cristo siempre presente, hasta la cima misma de la libertad espiritual. Ése es su derecho otorgado por Dios. Reclámelo.