La Ciencia Cristiana nos imparte tiernas verdades sanadoras que traen a luz la existencia inmortal, eterna del hombre en Dios, en la Mente divina. La Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud: “La Mente inmortal alimenta el cuerpo con frescura y belleza supernas, suministrándole bellas imágenes del pensamiento y destruyendo los sufrimientos de los sentidos, que cada día se acercan más a su propia tumba”.Ciencia y Salud, pág. 248.
La Vida es Dios, invariable y eterna, y el hombre, como imagen de Dios, coexiste con la Vida, Dios, y Le refleja. La Vida ama a su idea, el hombre, con tierno cuidado inefable, manteniéndolo por siempre en un estado de santidad, lozanía y perfección. Por consiguiente, no tenemos por qué someternos a la creencia general de que a medida que avanzan los años, surgirán dificultades inevitables para oprimirnos. Cuando, a través de la Ciencia, nos damos cuenta de que Dios es Todo-en-todo, y que el hombre — la semejanza de Dios — es puramente espiritual, el resultado es como si repentinamente se abriera el telón en un teatro oscuro, revelando una escena de gran belleza, inundada de resplandeciente luz. Aun la más pequeña vislumbre de que el hombre es espiritual y de que su perfección deriva de Dios, ilumina y sana la consciencia humana, y revela la falsedad del tal llamado hombre mortal, a quien el mundo acepta como identidad verdadera. El hombre de Dios no es un cuerpo físico sino la compuesta idea de la Mente divina, el reflejo viviente, pleno de vigor, mediante el cual la Vida manifiesta sus cualidades inmortales de bondad, justicia y sabiduría.
Este hombre está libre de envejecer y decaer porque coexiste con Dios. El hombre verdadero — nuestra identidad verdadera — es incorpóreo. No ha heredado flaquezas carnales de ninguna clase; por lo tanto, no puede sufrir de una creencia en ellas. Es animado y sostenido por las energías y cualidades inagotables del Espíritu — por la pureza, el gozo, el amor, la santidad — que continuamente lo renuevan y fortalecen, y lo mantienen sin ninguna limitación de tiempo y en perpetua utilidad.
En realidad, no hay existencia material que tengamos que sobrellevar lo mejor que podamos y sufrirla. La única imperfección que parece existir — puesto que el mal jamás es algo, sino sólo una falsa apariencia — existe en el supuesto reino de la creencia mortal. La creencia en una existencia material produce conflictos y enfermedades, así como creencias mortales de dolencias, falta de armonía y decadencia.
En el Espíritu no existen fuerzas destructivas. Dios es la causa verdadera y el único creador; Su creación es eterna y perfecta, la manifestación de Su infinita capacidad. El hombre refleja a Dios y es siempre puro y completo. Ahora mismo podemos reconocer esto y demostrarlo. Podemos desechar el concepto mortal y material como de una identidad separada de Dios e identificarnos a la semejanza de Dios. La Sra. Eddy explica: “El hombre científico y su Hacedor están aquí mismo, y no serías ningún otro que este hombre, si subordinaras las percepciones carnales al sentido espiritual del ser y su origen espiritual”.La Unidad del Bien, pág. 46.
Comprendiendo, aun en pequeño grado, nuestra identidad otorgada por Dios, que es completamente buena, podemos rechazar las sugestiones de vejez y decadencia con profunda convicción de que son ilegítimas y no pertenecen a la creación de Dios. El punto de partida de la Ciencia del ser es la unidad de Dios con Su idea. Revela a Dios como la causa universal, el único creador, y al hombre y al universo como Su efecto sin imperfecciones. Repudia así el sentido de lo material con la evidencia divina, y revela el concepto espiritual: la idea indestructible de Dios.
En la quietud sagrada de nuestro íntimo ser, dejemos de contemplar la vida como si fuera algo físico, alejémonos de la agitación y el tumulto, del caos y la destrucción, del sentido material de la vida, y reconozcamos la totalidad de Dios: Su omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia. La Mente divina se nos revela mediante su Cristo, la idea inmortal del Amor divino. Por medio del Cristo, la Mente eterna desarrolla sus ideas como la sustancia misma de nuestro ser, cumpliendo así en nuestra vida la promesa del Apocalipsis: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe”. Apoc. 2:17.
Nuestra verdadera identidad está a salvo en el seno del Padre, segura en la sustancia del Alma. Es inmune a la infección, el dolor, el envejecimiento y la decadencia. El sentido corporal no la puede ver, percibir ni limitar. Mas para el sentido espiritual, nuestra identidad es siempre tangible, siempre visible. Existe eternamente como la expresión de la propia perfección de Dios, apaciblemente amparada en el corazón infinito del Amor divino. Mediante la Ciencia podemos demostrar la perfección presente de nuestra verdadera y única identidad, libre de pecado y enfermedad. El hombre jamás se deteriora. Su vida, actividad y ser proceden de la Vida, de Dios, y son permanentes.
La Biblia declara: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo”. Jer. 31:33. El hombre es gobernado y sostenido por la ley divina. De la Mente procede toda energía, salud, vitalidad y fortaleza. Las energías y fuerzas generadas por Dios nunca disminuyen en calidad o cantidad. No están sujetas al desgaste o deterioro de ningún proceso de envejecimiento, sino que señalan hacia los vastos e inagotables recursos del Alma. Están eternamente activas en el hombre verdadero. Vislumbrando esto, Isaías exclamó: “Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán”. Isa. 40:30, 31.
Las conversaciones sobre la vejez no son provechosas. No benefician a aquellos de quienes se habla, ni a los que hablan de ella. Debiéramos, por el contrario, esforzarnos por reconocer y demostrar que el hombre es eterno y perdurable, libre de edad y decadencia. Tal esfuerzo inspirado por Dios nos aporta una percepción cada vez más clara de nuestra libertad y dominio otorgados por Dios. Nos libera del concepto de que vivimos dentro de un período de tiempo pasajero, y nos eleva a la demostración del bien inmutable.
