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Nuestro patrimonio

Del número de septiembre de 1983 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Si usted hubiese nacido en el seno de una familia real y hubiese sido destinado a ser rey o reina, las preguntas clave acerca de su futuro tendrían ya respuesta aun antes de ser formuladas; preguntas tales como el lugar de su vivienda, el monto de sus ingresos, la suma de sus responsabilidades. Esto mismo se aplicaría, hasta cierto punto, si hubiese nacido en el seno de alguna familia con tradiciones muy arraigadas. Desde el comienzo, uno sería considerado el heredero de determinado tipo de actividad, de un estilo definido de vida, de una ubicación especial. Esos serían los derechos naturales de uno.

Pero para la mayoría de nosotros nuestro patrimonio no es algo tan importante. A menos que comencemos a pensar en términos de nuestro parentesco divino en oposición al parentesco humano. Entonces, el asunto del patrimonio adquiere una nueva dimensión. La Biblia dice que, como hijos de Dios, somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Rom. 8:17. Si pensamos en ello, ya hemos comprendido mucho. Puesto que somos hijos de Dios, tenemos un patrimonio espiritual, un derecho que, cuando es comprendido, produce un gran impacto en nuestra vida cotidiana.

¿Qué es lo que le pertenece a Dios? Todo en el reino de los cielos. Todo lo que es bueno, todo lo que es esencial, todo lo que es duradero. Todo el dominio, libertad, inteligencia e integridad del universo pertenecen a Dios. Como Hijo de Dios, ¿cuál era el patrimonio de Jesús? El acceso a todo lo que pertenecía a su Padre: vida indestructible, abundancia ilimitada, un estupendo poder sanador.

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