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Cuando encontré la Ciencia Cristiana yo era una persona muy satisfecho...

Del número de febrero de 1984 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando encontré la Ciencia Cristiana yo era una persona muy satisfecho de mí mismo. Sentí que podía hacer (y así hice) justamente lo que deseaba. Poseía lo que yo consideraba una atractiva personalidad. No tenía ambiciones más allá de mi propia bienestar. Por cierto, pensaba que tenía que haber un original, incluso una buena causa, aunque no sabía de qué clase; pero creía que este originador tenía muy poco o nada que ver con mis propósitos presentes.

Conocí la Ciencia Cristiana por sus libros de texto: la Biblia, y Ciencia y Salud por la Sra. Eddy. Un estudiante de esta Ciencia me facilitó un ejemplar de cada uno. En ese tiempo yo consideraba que el estudio de religión era, cuando mucho, una escapatoria para no hacer frente a los problemas. Sin embargo, acepté leer Ciencia y Salud porque al parecer ofrecía una perspectiva interesante y, tal vez, hasta útil.

Cuando leí Ciencia y Salud, su contenido me impresionó muy profundamente. Me sentí arrepentido inmediatamente de pasados errores pero, al mismo tiempo, experimenté un sentido de libertad y regocijo que solo creía existía en sueños. De hecho, apenas podía creer que tal sentido de libertad y regocijo pudiera realmente existir. Me parecía como si un nuevo mundo estuviera frente a mí en la forma y sentido descritos en este pasaje del libro (pág. ix): “Un niño embebe el mundo exterior con la vista y se regocija con ello. Está tan seguro de la existencia del mundo como de la suya; sin embargo, no puede describir el mundo”. Trabajando para establecer y ampliar esta nueva perspectiva, he experimentado el cuadro que nos describe el resto de ese párrafo: “Halla unas cuantas palabras y con éstas, balbuciente, trata de comunicar sus sentimientos. Más tarde la lengua expresa pensamientos más definidos, aunque todavía de una manera imperfecta”.

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