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La Ciencia Cristiana* es una ayuda maravillosa para la vida familiar.

Del número de mayo de 1984 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La Ciencia Cristiana Christian Science (crischan sáiens) es una ayuda maravillosa para la vida familiar. No puedo imaginarme cómo podría ser una esposa atareada y madre de tres niños, sin esta gran bendición. No hay un solo aspecto de nuestra existencia que no pueda enriquecerse con el estudio y el aprecio de la Biblia, y Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy. Mi esposo y yo hemos tenido ya muchas pruebas maravillosas de la manera en que la ley de Dios gobierna nuestras vidas. Agradezco especialmente el que nuestros niños estén aprendiendo a utilizar las verdades espirituales que les han sido enseñadas en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Ellos saben ahora que sólo tienen que recurrir a la Biblia y a Ciencia y Salud para encontrar la solución de cualquier problema.

Nuestro hijo mayor, que ahora tiene trece años, hace poco sufrió una lesión en una pierna cuando jugaba rugby en la escuela. La directora me llamó para avisarme del incidente. Me dijo que había hecho los preparativos para llevar al muchacho al hospital para que le cosieran la herida y le pusieran una inyección contra el tétano, cuando recordó que éramos Científicos Cristianos: de manera que, en su lugar, había simplemente limpiado la herida y había mandado al muchacho a casa.

Llegó pronto. Inmediatamente él me aseguró que ya había reconocido que Dios no conoce ni sabe de accidentes. Luego me preguntó si podíamos orar juntos, y así lo hicimos. Telefoneamos a un practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle ayuda por medio de la oración. También recordamos que la Sra. Eddy dice en Ciencia y Salud: “Los accidentes son desconocidos para Dios, o Mente inmortal, y tenemos que abandonar la base mortal de la creencia y unirnos con la Mente única, a fin de cambiar la noción de la casualidad por el concepto correcto de la infalible dirección de Dios y así sacar a luz la armonía” (pág. 424). Afirmamos la inseparabilidad del hombre y Dios, su Hacedor, reconociendo que el hombre nunca puede, de manera alguna, ser separado del bien.

El resultado fue que, unos pocos días más tarde, nuestro hijo pudo regresar al campo de rugby, sintiéndose perfectamente bien. Sentí mucho agradecimiento porque sus amigos pudieron ver la rápida curación.

En una época, nuestra hija, hoy de once años, tenía una verruga en un pie, lo que le impedía nadar en la piscina de la escuela. Varias de sus amigas sufrían de la misma molestia y habían sido operadas o estaban recibiendo otras formas de tratamientos médicos. Pero nosotros deseábamos llegar hasta la raíz del problema y destruirlo para siempre. Con la ayuda de un practicista de la Ciencia Cristiana reconocimos la verdad de la perfección del hombre. En el primer capítulo del Génesis leímos: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (vers. 31), así que razonamos que obviamente Dios no había hecho la verruga, siendo que no era buena en ninguna forma. Sin embargo, el problema no cedió rápidamente.

Un día, nuestra hija llegó de la escuela con un formulario para un concurso de natación y nos pidió que la apoyáramos. Pensé: “¡Ay, la verruga! No le va a ser posible nadar”. Pero inmediatamente afirmé y reafirmé persistentemente la verdad de su ser como la amada hija de Dios. Llenamos el formulario, aun cuando la verruga estaba todavía presente. Dos días después, no quedaba ni un vestigio de la verruga; había desaparecido por completo. Aun cuando la niña había perdido muchos días de práctica, nadó más lejos de lo que habíamos imaginado. ¡Cuán agradecidos estábamos!

Nuestro hijo menor, que tiene cinco años y acaba de comenzar la escuela primaria, fue traído a la casa un día por un amigo. Otro de los niños se había volteado bruscamente y le había cortado la cara y el labio con un cuchillo de plástico. Lo senté en mis rodillas y le dije que lo primero que teníamos que hacer era amar al otro niño, perdonarlo, y saber que realmente éramos los hijos amorosos de Dios y que nos cuidábamos unos a otros. Pronto aceptó esto, y a la mañana siguiente había sanado.

Más o menos por esta época había una epidemia de paperas. No le puse mucha atención, hasta que un día este mismo hijo comenzó a manifestar todos los síntomas. Habíamos pasado una mala noche, y a la hora del almuerzo noté que su cara y cuello estaban muy hinchados. Al orar, capté por un instante una gloriosa vislumbre de la perfecta identidad del niño a la semejanza de Dios. Supe que se había logrado la curación, y resultó ser así. En media hora, toda inflamación había desaparecido, y su cara tenía el color y la forma normales.

Cuando este niño tenía apenas cinco meses de nacido, una noche, respiraba con mucha dificultad. Me comuniqué inmediatamente con una practicista, y ella oró por nuestro hijo. La llamé como tres veces esa noche, porque me parecía que el niño se agravaba. Cerca de las cinco de la mañana, para cumplir con la ley, me pareció que era necesario llamar a un médico. Llamé a uno, y vino inmediatamente. Examinó al bebé y dijo que quería que lo lleváramos al hospital. Recuerdo que suave, pero firmemente, le dije que yo prefería no llevarlo a ningún hospital. No dijimos más, y el doctor se retiró, diciendo que si yo notaba el más pequeño cambio, debía llamarlo inmediatamente. A la mañana siguiente, nos visitó otro médico. Para entonces, el niño ya estaba casi completamente recuperado, y, más tarde, estaba perfectamente bien.

En otra ocasión, mientras me maquillaba los ojos, este niño me estaba observando, debió de haber decidido hacer lo mismo, sólo que usó esmalte para las uñas. No hubo manera de abrirle el ojo. Llamé a una practicista, pero no podía oír nada de lo que me decía por los gritos del niño. Entonces el practicista me dijo: “Déjeme hablar con el niño”. Le acerqué el teléfono al oído e inmediatamente se calló. Luego, con un trapo limpio, simplemente le limpié el ojo, y todo el esmalte salió. Pocos minutos después, estaba bien y jugando otra vez.

Hace unos veinte años, cuando yo era una joven adolescente, fui con una amiga a la Región de los Lagos. Durante estas vacaciones estuve implicada en el choque de un autobús. Mi cara se dio de lleno contra un poste de metal. Los dientes sufrieron lesiones, y entonces me llevaron a un dentista de la zona, quien me informó que las raíces de los dientes delanteros habían sufrido, y que, sin lugar a duda, perdería esos dientes. Como al día siguiente regresaría a la casa, me aconsejó que fuera inmediatamente a mi propio dentista.

Regresé al hotel. Me acosté en la cama y tomé mi ejemplar de Ciencia y Salud. No había tenido mucha experiencia anterior en orar por mí misma, pero lo hice lo mejor que pude, pidiéndole a Dios que me ayudara. Al abrir el libro, las primeras palabras que leí fueron éstas: “La inflamación es temor”. [La frase completa dice: “La inflamación es temor, un estado agitado de los mortales que no es normal” (págs. 414–415).] Como la cara y la boca estaban terriblemente inflamadas, sentí que esto era la clave y el objetivo de mi trabajo: vencer el miedo. (Anteriormente, se había buscado la ayuda de la Ciencia Cristiana con respecto a mis dientes, porque un dentista me había dicho que perdería los dientes antes de que cumpliera los veinte años a causa de su débil consistencia. El resultado había sido una maravillosa curación.)

Llamé al mismo practicista para que me ayudara, y no regresé al dentista por mucho tiempo. La curación se manifestó bellamente. No solamente los dos dientes delanteros se afirmaron de nuevo, sino que uno de los molares de atrás, que tenía una gran caries, fue restaurado completamente. Cuando recientemente mencioné todo esto a un dentista, se sorprendió muchísimo, porque los dientes ahora están bien y muy fuertes.

Las curaciones mencionadas arriba son apenas unas pocas de las que han ocurrido en mi familia. Las palabras no podrán nunca expresar la gratitud y el amor que siento por la Ciencia Cristiana.


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