¿Nos castigamos, algunas veces, mentalmente por alguna flaqueza humana que hubiéramos perdonado fácilmente a los demás?
Los sentimientos de culpa, a veces un tormento íntimo que nos angustia, no necesariamente son aguijones de la consciencia. Pueden ser resultado de la crianza y pueden indicar la necesidad de curación más bien que de remordimiento sincero. Pero ya sea que esto incluya algún móvil de maldad de nuestra parte o no, tenemos a nuestro alcance la liberación divina de toda presión dolorosa de autocondenación.
Nuestro Salvador, Cristo Jesús, dijo: “No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Juan 3:17.
En virtud de que Dios nos ofrece completa salvación de la condenación mediante el arrepentimiento y la reforma, no tenemos por qué soportar ninguna agonía de culpa. Si hemos procedido mal, podemos en oración recurrir con confianza al Amor divino para obtener la iluminación espiritual que pone al descubierto el error, elimina toda sombra oscura de aflicción y alumbra nuestro camino hacia la reforma eficaz. Y si la perturbación de la paz de espíritu se debe a la desilusión causada por procurar la excelencia demasiado personal o remilgada, la oración puede abrir el camino a logros serenos, divinamente guiados, que son los únicos que satisfacen profundamente.
Lo que tenemos que hacer es saber cuánto ya ha hecho Dios por nosotros. El no saber de la abundante provisión de nuestro Padre para Sus hijos nos condena a toda clase de sufrimientos innecesarios, que incluyen los agudos remordimientos injustificados de la autoacusación. Cuando vislumbramos lo que Cristo Jesús sabía tan cabalmente — que, de hecho, somos hijos e hijas del Único perfecto — nuestro sentimiento de culpa cede a la alegría y nuestras frustraciones debidas a un concepto personal de nuestro ser son olvidadas al obtener logros inspirados.
Por supuesto que debemos arrepentirnos de las malas acciones y de la manera de pensar incorrecta que las impulsa. Es imperativo que renunciemos al mal si el bien ha de sanarnos y satisfacernos. Pero el arrepentimiento, y su efecto necesario de una manera mejor y más cristiana de vivir, no son simplemente deudas que pagamos a Dios, sino medios de acceso a nuestra propia libertad. Cuando Juan el Bautista dijo: “Arrepentíos”, agregó significativamente: “porque el reino de los cielos se ha acercado”, Mateo 3:2. ese reino que Jesús dijo que está entre nosotros. El arrepentimiento completo nos abre una puerta hacia la plenitud del amor de Dios.
Este reino de Dios, como la Ciencia Cristiana lo muestra, es donde mora nuestra verdadera individualidad. Dios no ha cometido equivocaciones en Su creación infinita. Tampoco abandona a Sus hijos a la crueldad de la materia con sus angustias y muerte. Por ser el Espíritu perfecto, o Mente, Él se expresa a Sí Mismo continuamente en ideas inmaculadas, que no pueden separarse de la Vida perfecta, ni reflejar nada menos. El hombre verdadero es semejante a Dios porque es creado por Dios, no por el hombre. Y este hombre verdadero, revelado en Jesús como vencedor de todo lo que quisiera condenar a la humanidad a creer que está separada de Dios, es revelado gradualmente en todos nosotros mediante nuestro reconocimiento y aceptación de la revelación tiernamente insistente de la Verdad en nuestro corazón.
Para ayudarnos a ascender de la consciencia material a la espiritual, de la irrealidad a la realidad, podemos comprender que debido a que nuestro Hacedor es infinito, nuestro ser verdadero no puede estar hecho de materia, como lo sugieren los sentidos físicos. Es imposible que el Espíritu infinito haya encerrado a su hombre infinito en cuerpos carnales finitos. Las maravillas ilimitadas de la Mente creativa no se expresan en criaturas mensurables.
Mientras creamos — y al grado en que lo creamos — que somos pecadores mortales que viven en la materia, estaremos sujetos a tener experiencias perniciosas que parecerán reales. Es la naturaleza del mal inventar conceptos materiales de todo lo que Dios ha creado, imaginar mentiras de limitación acerca de Su universo ilimitado, representar equivocadamente a Su hombre exento de pecado, saludable e inmortal como impulsado a pecar, atacado por enfermedades, derrotado por la muerte. La única forma de salir de esta cadena de mentiras es desenmascarar pacientemente sus falsas pretensiones y recurrir persistentemente a Dios, la Verdad, en busca de los hechos inspirados que nos llevan a la libertad de nuestra verdadera individualidad espiritual.
Al percibirnos correctamente — es decir, percibirnos mediante el sentido espiritual, nuestra más preciada facultad, que la oración agudiza — comprendemos que somos lo suficientemente buenos para Dios, cuya norma es la perfección. Según lo dice la Sra. Eddy: “El verdadero yo del hombre, o sea su individualidad espiritual, es bondad”.No y Sí, pág. 26.
¿No se deduce de esto que para encontrar y disfrutar de nuestro “verdadero yo”, no tenemos que prolongar ninguna angustia de penitencia más allá del punto en que esta angustia confirma nuestro anhelo de abandonar el pecado y encontrar la paz de Dios, la satisfactoria serenidad de nuestra filiación con Él? Podemos desechar los malos pensamientos, deseos y hábitos porque realmente no son parte de nosotros. Dios no ha incluido ningún mal perverso en Su brillante familia de ideas; Él no podría hacerlo. Cualquier pretensión del mal a existir tiene que ser falsa, ya que Dios, el único creador, crea solamente el bien. “Recordad”, nos recomienda la Sra. Eddy, “que Jesús definió el pecado como mentira, y proceded de acuerdo con esta definición”.Escritos Misceláneos, pág. 108. Y más adelante nos aconseja: “Para comprender el bien, uno tiene que percibir la nada del mal, y consagrar su vida de nuevo”.Ibid., pág. 109.
Consagración al bien ¿parece esto una orden excesiva? Ciertamente, en esencia, es dejar que Dios impulse nuestras decisiones, acciones y palabras. Si nos hemos liberado de mucho de nuestra autocondenación y con ella de la tendencia a condenar a otros, expresamos más nuestra individualidad real y la obedecemos más en nuestra vida. Entonces las palabras y acciones propias del Cristo surgen naturalmente de pensamientos propios del Cristo, derivados de Dios, que nos consuelan y nos sanan a nosotros y a los demás, ya que nuestro ego verdadero está en Cristo, el Hijo de Dios, cuya presencia activa en todas partes no está condenando al mundo, sino salvándolo.