El relato del nacimiento de Cristo Jesús, que se encuentra en el capítulo segundo del Evangelio según San Lucas, es amado por todos los cristianos. Con el pasar de los siglos, quizás pocos pasajes de esta historia hayan evocado tanto asombro y admiración como el simple hecho de que María dio a luz al Hijo de Dios en un establo, “porque no había lugar para ellos en el mesón”. Lucas 2:7.
Al oír esta parte de la tradición navideña, quizás muchos pensemos: “¡Qué insensibilidad: el único espacio disponible para esta mujer, ‘la cual estaba encinta’, era un establo! ¡Y no tenía un niño cualquiera, sino el celestialmente real Príncipe de Paz!” Puede que estemos muy seguros de que, si hubiéramos estado a cargo del mesón, de buena gana hubiéramos ofrecido lo mejor a estos sagrados peregrinos, junto con una gozosa bienvenida.
¿Hubiéramos hecho esto? Es posible. Pero, no tenemos que considerar esta pregunta como una mera especulación. Diariamente tenemos la oportunidad de demostrar nuestra respuesta práctica a dicha pregunta. ¿Cómo? Suponga que el “mesón” represente la consciencia individual, a la cual se le presenta, momento a momento, el mensaje del Cristo. ¿Recibimos ansiosamente este mensaje? ¿Le concedemos amplio espacio en nuestro pensamiento, o se encuentra éste atestado de las preocupaciones de la vida diaria, del materialismo y la sensualidad? ¿Es el mensaje del Cristo bienvenido en la sala de estar; se convierte en el centro de nuestra atención?
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