El relato del nacimiento de Cristo Jesús, que se encuentra en el capítulo segundo del Evangelio según San Lucas, es amado por todos los cristianos. Con el pasar de los siglos, quizás pocos pasajes de esta historia hayan evocado tanto asombro y admiración como el simple hecho de que María dio a luz al Hijo de Dios en un establo, “porque no había lugar para ellos en el mesón”. Lucas 2:7.
Al oír esta parte de la tradición navideña, quizás muchos pensemos: “¡Qué insensibilidad: el único espacio disponible para esta mujer, ‘la cual estaba encinta’, era un establo! ¡Y no tenía un niño cualquiera, sino el celestialmente real Príncipe de Paz!” Puede que estemos muy seguros de que, si hubiéramos estado a cargo del mesón, de buena gana hubiéramos ofrecido lo mejor a estos sagrados peregrinos, junto con una gozosa bienvenida.
¿Hubiéramos hecho esto? Es posible. Pero, no tenemos que considerar esta pregunta como una mera especulación. Diariamente tenemos la oportunidad de demostrar nuestra respuesta práctica a dicha pregunta. ¿Cómo? Suponga que el “mesón” represente la consciencia individual, a la cual se le presenta, momento a momento, el mensaje del Cristo. ¿Recibimos ansiosamente este mensaje? ¿Le concedemos amplio espacio en nuestro pensamiento, o se encuentra éste atestado de las preocupaciones de la vida diaria, del materialismo y la sensualidad? ¿Es el mensaje del Cristo bienvenido en la sala de estar; se convierte en el centro de nuestra atención?
Puede que estas preguntas sacudan nuestro pensamiento. Si esto es así, ¡aún tenemos esperanzas! Podemos inmediatamente rescatar el mensaje del Cristo de ese sótano o garaje de pensamiento, en el momento en que así lo decidamos. ¡El Cristo infinitamente compasivo y misericordioso, la Verdad, vendrá en seguida a nuestro hogar mental, sin que nuestra previa falta de gracia y hospitalidad lo haga titubear lo más mínimo! La idea verdadera de Dios desplaza, al entrar, todo aquello que sea desemejante a Dios, llenando la consciencia con luz radiante y felicidad pura.
Es evidente que tendremos que estar muy alerta si hemos de reconocer a nuestro invitado de honor. El llamado del Cristo a la puerta de nuestro pensamiento puede que sea muy suave; que apenas se oiga, en medio del alboroto del ir y venir familiar, del ruidoso estéreo o televisor, de la interminable letanía mental de nuestras responsabilidades personales, obligaciones y cargas. El Cristo verdaderamente nos dice a cada uno de nosotros: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Mateo 11:28. Un tierno mensaje, dicho con ternura. Sin embargo, no es pronunciado por un mensajero que derribará la puerta, sino por un mensajero lo suficientemente humilde como para esperar sin prisa, llamando, hasta que, al fin, la puerta se abra y, tarde o temprano, se le dé la bienvenida.
Aquel que abre la puerta al Cristo, no tiene que estar solo, ya que ese tierno mensaje del parentesco del hombre con Dios, le trae ese toque de esperanza, paz y realización que consuela y satisface infinitamente. El Cristo trae el Evangelio — las buenas noticias — de que el amor de nuestro Padre hacia todos Sus hijos es constante, y que El no se olvida de ninguno.
Es importante observar que nada puede detener el desarrollo de este mensaje del Cristo, el nacimiento de esta idea eterna de la filiación del hombre con Dios. María dio a luz a Jesús “cuando vino el cumplimiento del tiempo”, a pesar de la resistencia y la indiferencia popular, y así se inició un glorioso ministerio en medio de aquellos que apenas notaron al niño o a su madre. Lo mismo sucede hoy con el mensaje de Cristo que debemos recibir y alimentar.
Hoy, como en la antigüedad, existen los Herodes que quisieran matar al niño Cristo tan pronto como naciera. Una vez que invitamos al mensaje del Cristo en nuestro pensamiento, no deberíamos alarmarnos de los esfuerzos que hace el mal para destruirlo. No deberíamos alarmarnos, mas deberíamos estar alerta. De acuerdo con el Evangelio según San Mateo, José, como guardián del niño Jesús, fue avisado en un sueño para que llevara al niño y a su madre a Egipto por algún tiempo. De este modo, el cruel decreto de Herodes, que ordenaba la destrucción de todos los bebés hebreos, no pudo destruir a Jesús. De igual manera, debemos defender al Cristo en nuestra consciencia, para que no sea asesinado por el odio, el temor, la codicia y la sensualidad. Nuestro amor por esa idea del Cristo, y el nutrimiento tierno y constante que le proporcionamos, son los mejores medios para hacer esto. Debemos cuidarlo constantemente, como una madre vigilante velaría el sueño de su bebé, para asegurarnos de que su morada en el pensamiento permanezca serena y apacible. Como resultado, de la misma forma que el niño Cristo creció en gracia, así el Cristo, como la idea verdadera de Dios, impartirá gracia al “mesón” de la consciencia, trasformando tanto el pensamiento como la experiencia. En Ciencia y Salud la Sra. Eddy escribe: “Es la espiritualización del pensamiento y la cristianización de la vida diaria, en contraste con los resultados de la horrible farsa de la existencia material; es la castidad y pureza, en contraste con las tendencias degradantes y la gravitación hacia lo terrenal del sensualismo y de la impureza, lo que realmente comprueba el origen y la eficacia divinos de la Ciencia Cristiana”.Ciencia y Salud, pág. 272.
Si esperamos que el mensaje del Cristo venga a nosotros vestido de fama, erudición y riquezas mundanas, estaremos engañados. Tanto en la antigüedad como hoy, el Cristo tiene muy poco en común con ellas, pues los sistemas y valores de esas cosas son fabricados con los elementos del mundo material, que está destinado a desvanecerse y, por último, a desaparecer. Sin embargo, el Cristo es tan eterno como Dios Mismo. El Cristo, como el precursor de la salvación de la humanidad, nunca cambia. Un profeta, al escribir seis siglos antes del nacimiento de Jesús, reconoció y dio la bienvenida al mensaje eterno del Cristo cuando escribió: “Sécase la hierba, marchítase la flor; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre”. Isa. 40:8.
Esa palabra, como lo declara el Evangelio según San Juan, “fue [hecha] carne y habitó entre nosotros” Juan 1:14., en la presencia del Salvador, Cristo Jesús. El pasó tres años de su vida adulta enseñando a gente sencilla — pescadores, cobradores de impuestos, y aquellos que los Fariseos llamaban pecadores — quienes parecían ser los únicos lo suficientemente interesados, o desesperados, como para escuchar y aprender que, en realidad, eran los hijos bien amados de Dios. El sanó toda clase de angustia mental y física. Y, por último, él mismo venció la muerte y ascendió, dando prueba tangible del poder transformador y regenerador de una existencia vivida en armonía consciente con Dios y en obedencia constante a Sus leyes.
La promesa de una vida como la del Cristo, es tan real hoy como lo fue hace dos mil años. El mensaje del Cristo para cada uno de nosotros es que podemos aspirar a vivir esa clase de vida, seguir a Cristo Jesús en su servicio a Dios y a la gente, y compartir, en cierto grado al menos, su triunfo sobre toda clase de mal. ¿Hay un lugar en nuestra consciencia, en nuestras aspiraciones y en nuestros corazones, para ese evangelio, esas buenas noticias? La Sra. Eddy escribe: “Dejad que los centinelas de las atalayas de Sion clamen de nuevo: ‘Un niño nos es nacido; hijo nos es dado’ ”.Escritos Misceláneos, pág. 370. ¿Hay, aquí y ahora, un lugar para ese niño Cristo en nuestro “mesón”?
