Hace poco, me encontré con una antigua compañera de habitación de mi universidad. Durante el tiempo en que no nos vimos, ella estuvo estudiando una filosofía de ayuda propia que pone énfasis en el poder del pensamiento. Me dijo muy contenta que, debido a que había aprendido que la salud física podía lograrse al tener pensamientos correctos, finalmente podía comprender mi fe en la Ciencia Cristiana.
No era el momento ni el lugar apropiado para charlar sobre la Ciencia Cristiana. Mi amiga no estaba interesada en aprender más sobre mi religión; estaba convencida de que había encontrado la respuesta para su bienestar. Pero esa conversación — unida a una acogida pública creciente y bien difundida de la idea de que la enfermedad tiene un origen mental — me ha hecho pensar profundamente sobre la diferencia entre la oración que reconoce científicamente la supremacía de la única Mente, Dios, y las filosofías que afirman que la salud puede obtenerse trocando malos pensamientos por otros mejores.
Por cierto que los Científicos Cristianos coinciden en que es imperativo esforzarse por ser mejores, por vivir una vida que sea digna de vivir. Pero la práctica sanadora de la Ciencia Cristiana se apoya en una base mucho más radical que el mero reconocimiento de que la enfermedad se produce mentalmente. Esta Ciencia revela que la enfermedad no es inherente al hombre, sino a la consciencia mortal, la creencia en una mente separada de la Mente divina. La Ciencia Cristiana enseña que la curación no se encuentra simplemente al pensar mejores pensamientos, sino al ceder el pensamiento a la comprensión regeneradora de una sola Mente omnipotente, Dios, cuyo reflejo es el hombre.
En su interesante capítulo “La fisiología”, en Ciencia y Salud, la Sra. Eddy escribe: “Debiéramos comprender que la causa de la enfermedad se asienta en la mente humana y mortal, y que su curación viene de la Mente divina e inmortal”.Ciencia y Salud, pág. 174. ¡Qué diferencia tan importante aporta este hecho a nuestra práctica sanadora en una época en que la opinión popular se inclina a adoptar el concepto de que el pensamiento determina la experiencia! El admitir que la enfermedad es mental, es una cosa. Pero el entender que la curación viene a través de la comprensión, a la manera de Cristo, de que hay una Mente divina y perfecta y su idea perfecta, el hombre, entraña la espiritualización del pensamiento y de la experiencia, y es otra cosa muy distinta. Aunque el deseo de tener una perspectiva más positiva sobre la vida es loable, no está necesariamente acompañado de la espiritualización del pensamiento, cuya meta y efecto son mucho más profundos que los sistemas de atención de la salud, ya sean éstos mentales o físicos.
No son necesariamente los “malos pensamientos” los que causan la enfermedad; en el centro mismo de todo el asunto se encuentra la creencia de que el hombre es mortal, de que tiene una consciencia mortal aparte de Dios, de que vive una vida mortal separada de la realidad espiritual. La verdadera salud es normal; es una condición reconocida a través del pensamiento espiritualizado, el pensamiento que es elevado por el Cristo, la Verdad, a la comprensión de la naturaleza espiritual y pura del hombre de Dios.
El deseo humano de ser mejores es beneficioso; es preciso valorarlo por lo que realmente es, es decir, el anhelo de una bondad duradera, de la espiritualidad. Inevitablemente, este anhelo de ser de ánimo espiritual nos impulsará a ser mejores humanamente; a arrepentirnos por obrar mal y a abandonar la individualidad mortal, viviendo diariamente el cristianismo. El Apóstol Pablo nos guía a la clase de “control del pensamiento” que necesitamos practicar cuando habla de derribar “argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”. 2 Cor. 10:5. En esto, entonces, radica la verdadera aventura: no se trata de cambiar un pensamiento por otro, sino de corregir la consciencia humana a medida que el pensamiento va cediendo progresivamente a lo divino.
Conozco el caso de una Científica Cristiana que estaba padeciendo de tortícolis, la que se había extendido hasta producir una rigidez dolorosa en la parte superior del torso. Esto le impedía la libertad de movimientos y le era casi imposible poder dormir. Mientras se esforzaba por sentir verdaderamente el gran amor de Dios por el hombre — un amor sin restricciones, que fluye libremente — recibía la ayuda de una practicista de la Ciencia Cristiana. Gradualmente, su deseo de conocer y comprender mejor este amor fue mayor que su preocupación por la curación física. Durante una conversación que tuvo con la practicista, le comentó que estaba teniendo problemas con una persona cuya amistad significaba mucho para ella. La alerta practicista le recordó amablemente que, como una idea amada de Dios, ella no podía ser dominada por la ansiedad.
Al poco tiempo, esta señora vio claramente lo absurdo de su condición física; se rió literalmente de sus movimientos tan pomposos. Y a continuación se le hizo claro otro absurdo aún mayor: el pensamiento que, de alguna manera, como hija de Dios, ¡no fuera amada! En seguida comprendió que este pensamiento mortal tan absurdo que ella había aceptado inconscientemente como propio, se había objetivizado en una condición física absurda. La curación no se hizo esperar, pero lo más importante fue la convicción que obtuvo de que su verdadera individualidad es completamente y por siempre amada, y que no es vulnerable a ninguna falsa suposición de una mente separada de Dios.
¿Qué sucedió en este caso? Esta señora no había estado escudriñando su propio pensamiento para descubrir lo que había causado la condición física. Pero, con el apoyo de la practicista, a medida que oraba para saber más acerca del amor omnímodo de Dios, el pensamiento mortal tenebroso y acalambrado que había inhibido su sentido de bienestar, fue descubierto y denunciado.
¡Qué importante es darse cuenta de que el hombre como no es mortal, no alberga pensamientos erróneos! Entonces, ¿dónde están estos pensamientos? El único lugar en donde pueden pretender existir es en la tal llamada mente mortal: la ilusión de una mente opuesta a Dios.
La mente mortal, no el hombre, es la culpable en todos los casos. A medida que trabajamos consecuentemente desde el punto de vista de la realidad de la Mente perfecta y su idea perfecta, las mentiras de la mente mortal se descubrirán más rápida y fácilmente, y la experiencia humana inevitablemente se espiritualizará y regenerará. El género humano comprobará cada vez más lo oportunas que son estas palabras de Jeremías: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis”. Jer. 29:11.
