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La solicitud que Dios tiene por nosotros es constante e inagotable.

Del número de octubre de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La solicitud que Dios tiene por nosotros es constante e inagotable. El nos cuida aun cuando nos sentimos incapaces de orar. Yo he tenido una prueba convincente de este hecho, y la comparto con la esperanza de que otros, que quizás ahora se sientan desvalidos o vulnerables, puedan sentirse alentados.

Hace varios años, cuando un amigo y yo volvíamos en auto a nuestra universidad al final del período de vacaciones que hay entre semestres, empecé a sentir síntomas agudos de apendicitis. Pocos días antes de que saliéramos, había sentido una pequeña molestia, pero me había sentido mejor a tal grado que me pareció que estaba bien regresar a la universidad. Al promediar el viaje (alrededor de tres horas después de haber dejado mi casa), no podía moverme, pensar y ni siquiera orar. Mi amigo, también Científico Cristiano, continuó manejando y, estoy seguro, orando como mejor podía acerca de esta situación.

Nuestra universidad era para Científicos Cristianos, de modo que fui llevado inmediatamente a la enfermería de la universidad, en donde me atendió una enfermera de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens). Llamaron por teléfono a mi madre, quien vino a quedarse conmigo, y llamé a una practicista para que se encargara del caso.

Las oraciones de la practicista tuvieron un efecto definitivo, ya que la sensación que tenía de estar en una neblina profunda y tenaz, comenzó a ceder en un par de días. Aunque mis funciones corporales no eran todavía normales, comencé a sentir, en formas bastante tiernas y concretas, el poder del Amor divino. Una de dichas formas era las visitas que me hacía la practicista. Me fue a ver varias veces, así como también lo hicieron algunas de mis amistades y profesores. No recuerdo nada específico de lo que la practicista me dijo durante estas visitas, pero recuerdo claramente la ternura, el amor y la certeza que ella expresaba. Era la certeza tangible del cuidado amoroso que Dios tenía por mí.

Gradualmente, pude nuevamente pensar y orar por mí mismo, y empecé a estudiar diariamente la Lección Bíblica (indicada en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana). Durante ese tiempo, en lugar de luchar para obtener la libertad corporal, noté que estaba cediendo a las realidades espirituales básicas de la eterna presencia de Dios y la perfección del hombre como Su imagen, que se exploraban en esas lecciones semanales. Todas las funciones del cuerpo volvieron a su normalidad, incluso la libertad de sentarme y ponerme de pie. Fue como si un apretado nudo de miedo y aflicción hubiera sido suavemente deshecho por un poder mucho más allá del mío propio.

Al cabo de dos semanas sané completamente, y volví a clases. Eso de por sí fue motivo de regocijo, pero, además, pude volver a jugar en uno de los equipos de sóftbol de competición interna, e intervenir activamente como tercera base en medio de la temporada. La curación se hizo evidente en su totalidad cuando, al finalizar el término lectivo, recibí las calificaciones más altas que jamás había logrado, aunque había perdido alrededor de diez días de clases.

En los años subsiguientes, después de esta curación, me he beneficiado en gran manera al repasar las lecciones aprendidas. Principalmente, he comprendido la necesidad que hay de tratar decisivamente los temores ocultos. Durante algún tiempo, antes de esta experiencia, de vez en cuando me volvía este pensamiento: “¿Qué harías si tuvieras algo así como apendicitis?”. La verdadera pregunta detrás de ese pensamiento era: “¿Puede la Ciencia Cristiana — mediante el poder de Dios — sanar de veras?” Ahora puedo decir con todo mi corazón: “Si”. Dios es el único gran Médico, que ama y mantiene al hombre y al universo en perfecta armonía.

En las páginas 410 y 411 de Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, Mary Baker Eddy dice: “La práctica científica y cristiana comienza con la nota tónica de armonía de Cristo: ‘¡No temáis!’ Job dijo: ‘Me ha acontecido lo que yo temía’”. He visto que el hecho espiritual del todo-poder de Dios, reconocido y aceptado, actúa como una ley de aniquilación para el temor, y también para las sugestiones más agresivas de incapacidad. Esa verdad también opera como una ley de restauración, volviéndonos a un estado normal de salud y actividad. “Todos somos capaces de hacer más de lo que hacemos”, la Sra. Eddy nos asegura (Ciencia y Salud, pág. 89). Somos capaces de negarle al sutil temor albergue alguno en nuestro pensamiento, y capaces de rechazar como propaganda falsa las sugestiones de enfermedad, contagio y susceptibilidad, transmitidas por la mentalidad mortal.

“Bendice, alma mía, a Jehová”, dice el Salmista, “y no olvides ninguno de sus beneficios. El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias” (Salmo 103:2, 3). Gracias, Padre-Madre Dios, por Tu poder y presencia sanadores, que se han hecho maravillosamente prácticos por medio de la Ciencia Cristiana.


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