Conocí el poder sanador de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens) cuando mi abuelo sanó en cuestión de horas de lo que había sido diagnosticado como un coágulo de sangre en el cerebro.
Sin embargo, con todo lo maravillosa que fue esta curación, ninguno en la familia, excepto mi abuelo, se dedicó al estudio de esta Ciencia sanadora. No fue hasta siete años más tarde que sentí suficiente curiosidad acerca de la Ciencia Cristiana como para leer el libro de texto, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por nuestra Guía, Mary Baker Eddy. Al leer este libro, recibí respuestas a muchas preguntas sobre la Biblia que yo había estado haciendo en vano a mis maestros de la Escuela Dominical por largo tiempo.
Desde entonces, a través de los años, he tenido muchas curaciones por medio de la Ciencia Cristiana, incluso las de problemas de las adenoides (diagnosticado así muchas veces por los médicos en las escuelas públicas), lo que parecía ser un hueso fracturado en un pie (que sanó en dos días), así como lesiones leves. Una vez, un gran neumático industrial, que estaba en una plataforma para maderos, explotó mientras yo lo inflaba. Fui lanzado a más o menos 3,5 metros de distancia. La pierna derecha recibió el impacto mayor del golpe, pero caí sobre el hombro izquierdo; ambos parecían estar muy mal lesionados. Elegí confiar radicalmente en Dios a través de la Ciencia Cristiana, así que no fui al hospital. No estuve ausente de mi trabajo en ningún momento, y más o menos en una semana — por medio de mis propias oraciones — sané completamente. No han quedado cicatrices, ni tengo ninguna dificultad en moverme normalmente.
Una curación en particular se destaca para mí, porque aprendí algo muy necesario y maravilloso, algo que me trajo un gran crecimiento espiritual. Mientras servía un término como Segundo Lector en mi filial de la Iglesia de Cristo, Científico, comencé a tener dificultad con la eliminación urinaria. Después de varios días, toda acción cesó completamente. Durante este tiempo oré con frecuencia, afirmando mi semejanza a Dios y negando que la materia o discordancia tuviera ningún poder para controlar o interferir con el correcto funcionamiento del cuerpo.
Al principio de esta situación, yo había llamado a una practicista de la Ciencia Cristiana. Su convicción de que yo, en verdad, era la imagen misma de Dios, reafirmó mis propias convicciones. Hablaba con la practicista cada día, y en un momento dado, muchas veces en el día.
La obstrucción ocurrió un martes. Trabajé toda la semana, pero el viernes, me sentía tan mal, que me fui a casa al mediodía. Me acosté, me canté himnos del Himnario de la Ciencia Cristiana, y leí de la Biblia y de los escritos de la Sra. Eddy por cerca de una hora. Súbitamente me sentí completamente bien. Pero pronto todo el problema apareció otra vez. Esto sucedió varias veces.
El sábado por la tarde, sentí otra vez mucho dolor, así que le pedí a mi hijo mayor que me llevara a dar un paseo, sólo para cambiar de escenario. Paramos cerca de un hermoso lago, donde me bajé del automóvil y me senté en un tronco. Me sentí tan mal que pensé que me moriría allí mismo. Pero el pensamiento de dejar a mi hijo en tal dificultad me hizo sostenerme. El me urgió a que fuera al hospital, pero le dije que yo no iba a ir, que Dios me había sostenido a través de muchos problemas durante muchos años para alejarme ahora de El. Pronto empecé a sentirme mejor, y para el tiempo en que llegamos a casa, mi estado mental era más tranquilo y claro.
Aquella noche, mi esposa me urgió a que llamara a un sustituto para que tomara mi lugar como Lector el domingo por la mañana. (Nadie más en mi familia es Científico Cristiano.) Pero le dije que sentía que Dios me había guiado para aceptar ese cargo y que era mi deber y privilegio cumplirlo. Recordé la certeza de nuestra Guía (Ciencia y Salud, pág. 385): “Sea cual fuere vuestro deber, lo podéis hacer sin perjudicaros”.
El domingo por la mañana, me sentí bastante confortable, aunque hacía cinco días que no había tenido ninguna eliminación urinaria, y no había comido nada ni el viernes ni el sábado. Todo fue bien hasta cierta parte del culto. Me sentí tan enfermo que tuve que agarrarme del pupitre para sostenerme en pie.
Pienso que la congregación se dio cuenta de que algo anormal estaba sucediendo, porque pronto después sentí que la Verdad venía a mí como una calurosa ola de amor. Sentí que salí del problema, y no tuve dificultad en terminar el culto. Más tarde, sin embargo, el dolor volvió con toda intensidad. Ahora sentí que tenía que encontrar una respuesta. Así que volví a la Biblia y a los escritos de la Sra. Eddy, donde yo sabía — por experiencia y por los cientos de testimonios de curaciones que había leído en nuestras publicaciones a través de los años — que se hallaba la respuesta. Y yo sabía que podía encontrarla.
Comencé a leer y a tratar realmente de pensar detenidamente en todo lo que leía. En un punto determinado, me encontré diciendo: “¿Dios, qué es lo que debo saber? ¿Qué es lo que debo aprender?” Ciertamente yo estaba conociendo la verdad en la medida en que la comprendía, y la verdad, de acuerdo con Cristo Jesús, el más grande sanador que jamás haya vivido, “os hará libres” (Juan 8:32). Pero todavía sentía que fallaba en alcanzar “la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14).
De modo que una vez más leí el capítulo “Génesis” en el libro de texto, y reflexioné sobre él. A medida que lo hacía, un pasaje de la Biblia, el que probablemente había leído cientos de veces, sobresalió con un sentido completamente nuevo: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza...” (Génesis 1:26). Pensé: Por supuesto, si Dios me hizo a su semejanza, entonces ¡todavía soy tal semejanza! ¡Soy completo, perfecto, libre! El autor del Eclesiastés reconoció esto también, porque declaró (Eclesiastés 3:14): “He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá”. Con eso, todo el temor se disipó, y, por supuesto, la fiebre, el dolor y las náuseas también desaparecieron. Sabía que estaba bien, y lo sabía aunque las funciones del cuerpo todavía no se habían restablecido.
Me levanté y cené; a la mañana siguiente fui a trabajar sin ninguna dificultad. Aquella tarde, pasé varios objetos granuloso, y la función urinaria volvió con normalidad. Nunca jamás se ha vuelto a repetir este problema, y han pasado más de veinte años desde que esta curación tuvo lugar.
La lección que aprendí se sumariza en las palabras del Himno N.° 238 del Himnario: “Firme es del hombre el progresar / desde que el mundo comenzó”. Esto siempre me ha dicho que una persona adelanta o, más bien, se torna más semejante a Dios, a medida que progresa en la Ciencia Cristiana. Este punto de vista está específicamente apoyado en la respuesta que da la Sra. Eddy a la pregunta concerniente a este mismo tema. Ella escribe (The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 242): “Usted jamás puede demostrar espiritualidad hasta que no se declare a sí mismo que es inmortal y comprenda que lo es. La Ciencia Cristiana es absoluta; no está ni detrás del punto de perfección, ni avanzando hacía el; está en este punto y debe practicarse partiendo desde él. A no ser que usted comprenda cabalmente que es el hijo de Dios, y, por tanto, perfecto, no tiene Principio para demostrar ni regla para su demostración”.
Después de esta experiencia, las palabras del himno obtuvieron un significado totalmente nuevo para mí. Ahora comprendo que, en la verdad, “firme es del hombre el progresar”, no es un progreso de la mortalidad hacia la inmortalidad. Más bien, es el obtener y desarrollar continuamente en la consciencia la comprensión de que el hombre es como Dios lo creó: perfecto, íntegro, justo y libre.
Estoy muy agradecido por la Biblia, y por todos aquellos que han guiado el camino para nosotros, especialmente nuestro Mostrador del camino, Cristo Jesús, y la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, la Sra. Eddy. Mi gratitud se expresa en las palabras de este otro himno (Himnario, N.° 249):
Rindámosle un tributo
en salmos de fervor,
y surja así del mundo
ofrenda de loor.
Ferndale, Washington, E.U.A.
