De entre los juegos de mi infancia que recuerdo con más cariño, está el llamado “de las escondidas”. En nuestra versión de este juego, debíamos escondernos para que al niño que oficiaba de celador de la cárcel o guarda de la valla, le fuera difícil encontrarnos. Aunque nos hallaran rápidamente, todavía era posible ganar el juego, si éramos rescatados o liberados por un compañero de juego a último momento.
Todos sabíamos que si bien se podían encontrar buenos lugares para escondernos, a la larga, todos los lugares posibles para escondernos eran descubiertos. Como adultos, a veces también podemos sentir que no encontramos buenos lugares para guarecernos del mal, de las preocupaciones del diario vivir o del sensualismo de la época en que vivimos.
Un amigo muy querido solía decirme que frecuentemente cuando oraba, se veía naturalmente impelido a estar en paz, como si estuviera en un sitio tranquilo, escondido del mundo. Entonces, él podía comulgar con Dios. Llegaba a este “lugar” como resultado de la oración y la inspiración espiritual, y, a menudo, esto era el punto de partida para una acción ulterior serena y guiada. Mi amigo también había visto que tal actitud no era egoísta ni significaba una huida de los problemas ni del mundo. Todo lo contrario, era un medio muy eficaz de encontrar soluciones para los desafíos diarios.
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