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Tierno cuidado: privilegio que viene de Dios

Del número de mayo de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Una hija estaba pensando en su madre. Al recordar los muchos años del tierno cuidado que había recibido de su madre, un inmenso sentido de amor y gratitud la embargó. De pronto, se sintió inspirada a demostrarle a su madre su cariño. Espontáneamente le mandó flores. Algo que no había hecho durante muchos años.

Al día siguiente, recibió una llamada telefónica. Era su madre. Su voz rebosaba de alegría por la agradable sorpresa. La hija comprendió entonces cuánto significó para su madre esa muestra de cariño. Su madre nunca hacía llamadas de larga distancia a no ser que fuera absolutamente necesario, pero, esta vez, lo hizo de todas maneras.

El interesarnos por otros es realmente una parte muy importante de la Ciencia Cristiana, y progresamos en la expresión de este tierno cuidado a medida que vemos que la verdadera vida es completamente espiritual. Ya sea que se exprese en un gesto espontáneo o en una oración silenciosa, el impulso de interesarnos por otros deriva de Dios. Amamos y expresamos este tierno cuidado porque, en verdad, somos hijos del Amor divino. Cristo Jesús debe de haber reconocido que su amado discípulo (que, según la primitiva Iglesia Cristiana, era Juan) particularmente ejemplificó ese amor a la semejanza del Cristo. ¿Acaso no podemos ver el significado de este amor en una de las últimas acciones de Jesús al poner a su madre al cuidado de Juan?

En la Biblia, leemos acerca de esta tierna solicitud: “Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”. Juan 19:26, 27.

Tal vez nos preguntemos si el discípulo se habrá sentido agobiado por esta nueva responsabilidad o habrá sentido que su propio desarrollo espiritual podía haber sido interrumpido por ayudar a otros. Es obvio que el Maestro no esperaba que éste fuera el caso, o nunca le habría encomendado esa tarea a su discípulo.

A veces nos sentimos inclinados a creer que nuestro desarrollo espiritual progresa mejor al desprendernos un tanto de los normales afectos y responsabilidades humanas. Pero el cuidado, el apoyo, la atención, el cariño, son señales de que el Amor divino está con nosotros; son pruebas de que el Cristo, el espíritu del Amor divino, está operando en nuestra consciencia individual.

Nadie puede decirle a otro cómo ha de expresar ese tierno amor, especialmente cuando tiene que ver con padres ancianos. Puede que se exprese ofreciéndoles un hogar en caso de necesidad, o momentos especiales con los nietos, o haciéndoles un regalo inesperado o llamándolos frecuentemente por teléfono. Pero lo que los padres, y, por cierto, todos necesitan, es saber que realmente nos interesamos por ellos. Necesitan sentir que el amor está siempre allí para ayudarlos, no solamente en casos de emergencias, sino para llegar a su corazón con el bálsamo sanador que significa percibir que el Amor divino se complace en el hombre. El reconocimiento y la demostración progresivos de este Amor no conducen a depender de otros, sino a aprender que cada persona depende enteramente de Dios. Es el Amor divino el que pone en orden sabiamente los asuntos humanos y, a la vez, acrecienta los afectos desinteresados.

En su Message to The Mother Church for 1901, la Sra. Eddy se refiere a los reformadores, es decir, a esas personas que nos han ayudado a ser mejores. Ciertamente, la mayoría de los padres podrían ser considerados “reformadores”, por así decirlo. Han hecho lo mejor para ayudarnos. Y la Sra. Eddy dice: “Al reformador avanzado en años, no debiera dejársele a merced de aquellos que no están dispuestos a sacrificarse por él, como él sacrificó por otros lo mejor de sus años terrenales ”. Y luego continúa: “Digo esto no porque no se ame a los reformadores, sino porque, personas bien intencionadas, algunas veces son egoístas o incapaces de expresar su amor”. Y en el mismo párrafo escribe: “Todo honor y éxito a quienes honran a su padre y a su madre”.‘01., pág. 29.

El verdadero y tierno cuidado no es una responsabilidad agobiadora, ni puede robarnos ni un ápice de nuestro progreso espiritual. Podemos sentir que es otra persona la que necesita percepción y afectuosa devoción. Pero, al mismo tiempo, ¿acaso no podría ser que somos nosotros quienes estamos recibiendo el privilegio de crecer en nuestra propia expresión de la gracia que participa de la naturaleza del Cristo? Y todos tenemos esta gracia — esta habilidad para expresar las cualidades sanadoras y apacibles del Cristo — a medida que aprendemos y demostramos el sentido espiritual de estas palabras de la Sra. Eddy que se encuentran en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras: “El milagro de la gracia no es milagro para el Amor”.Ciencia y Salud, pág. 494.

Es el Amor divino el que nos da la gracia — la paciencia, la humildad, la bondad y la ternura — para que nos interesemos afectuosamente por otros y, si es necesario, cuidar de ellos. Estas cualidades del Cristo, que traen tanta alegría a la existencia humana, tienen su fuente en Dios. Todos poseemos las virtudes del Cristo en abundancia porque el verdadero ser, tanto de los padres como de los hijos, es la perfecta creación de Dios, el hombre espiritual.

Dios no crea ni sabe nada de errores tales como edad, obstinación, orgullo, voluntad humana, conmiseración propia o indiferencia. Por lo tanto, tales errores no forman parte ni de los padres ni de los hijos, pues el hombre es la amada expresión de Dios. Nuestra verdadera y única individualidad es incorpórea, la manifestación inmortal y bondadosa del Amor divino. Y cuando comprendemos que Dios es el verdadero creador del hombre, logramos liberarnos de las creencias sicológicas que tratarían de decir que, a veces, es difícil que padres e hijos expresen mutuamente los naturales afectos humanos. La creación del Amor está siempre en unidad con el Amor.

Si oramos y acallamos las opiniones personales para poder escuchar el impulso del Amor, percibiremos la diferencia entre las exigencias egoístas, a las que no tenemos por qué responder, y la alegría que podemos llevar a otros mediante una acción afectuosa. Podemos estar seguros de que nuestro desarrollo espiritual jamás es obstaculizado por los requisitos que Dios nos impone para expresar Su amor. Cada ocasión que tenemos para atestiguar del mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”, Ex. 20:12. nos acerca más al Amor divino, el Padre-Madre de todos. Y hemos dado otro paso hacia la demostración de la verdadera espiritualidad.

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