El trasplante de órganos — la transferencia de órganos de un cuerpo a otro — es bastante común en algunos casos. Vemos que, cada vez más y con mayor éxito, un riñón o un corazón lesionado o enfermizo se sustituye por otro saludable.
Entonces, obviamente, la pregunta sobre si el trasplante de órganos vitales se puede lograr, o no, ha sido contestada. Sin embargo, todavía quedan preguntas sin contestar, preguntas que tienen un profundo significado en nuestra búsqueda de una mayor comprensión de lo que en realidad es el hombre.
Por ejemplo, ¿debemos tratar la identidad como nada más que un organismo corpóreo? ¿Debemos permitir que un mero reordenamiento físico determine las posibilidades de nuestra vida, una vida que en sí misma da testimonio de algo más que lo físico? ¿Puede, realmente, un cambio de órganos corporales traer regeneración o satisfacer nuestros deseos por una existencia más moral y espiritual? ¿Está la vida a merced de las condiciones materiales del cuerpo? ¿Debe estar la inteligencia subordinada a la no inteligencia?
Por lo menos, la observación racional y la experiencia nos inducen a admitir que el hombre es mucho más que un cuerpo material que necesita ser preservado o reparado. Esta admisión debería impulsarnos a investigar con mayor profundidad. ¿No son acaso nuestras facultades mentales, morales y espirituales, superiores a la materia que no puede pensar y a sus condiciones enfermizas? Y, ¿no podrían ponerse en acción estas facultades superiores para gobernar, corregir y sanar esas condiciones inferiores?
La vida de Cristo Jesús indica que la respuesta es afirmativa. El demostró el método divino de curación al demostrar la relación que existe entre el hombre y Dios, el Espíritu, la Mente divina. Con su comprensión de la supremacía absoluta de Dios y de la identidad perfecta y espiritual del hombre como la semejanza de Dios, vino la restauración del cuerpo. Este radical y eficaz sistema de curación, de naturaleza puramente espiritual, es parte del legado que dejó Jesús a toda la humanidad; y descansa sobre la base de la bondad total y omnipotencia de Dios, que no necesitan medios humanos para apoyarlas. Este sistema requiere que sometamos tanto el cuerpo como la mente a la norma de la perfección de Dios, por la cual nuestra perfectibilidad a Su imagen y semejanza se hace demostrable a la percepción humana.
San Pablo dijo: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Rom. 12:1, 2.
Esta transformación espiritual del pensamiento que sana aun las enfermedades orgánicas, se practica con éxito hoy en día. Por medio de la Ciencia Cristiana, uno puede demostrar por sí mismo el poder sanador de Dios.
La enfermedad básicamente indica ignorancia de la armonía y la presencia infinita de Dios; y la enfermedad es destruida a través de una comprensión correcta de El, profundamente reconocida y sentida en la oración. Se necesita comprenderlo a El como Espíritu perfecto, como el bien universal, y, a nuestro verdadero ser, como el reflejo del Espíritu infinito. Entonces adquirimos en parte dominio sobre la materia, el opuesto del Espíritu, y la enfermedad se hace menos impresionante y real para nosotros. Este medio divinamente científico para sanar, hace posible que se elimine la enfermedad del cuerpo sin tener que sacar sus órganos.
La Sra. Eddy estaba segura de la capacidad que la gente tiene para hacer valer la supremacía de Dios, el Espíritu, sobre las pretensiones extenuantes de la materia. Ella escribe: “La enfermedad, el pecado y la muerte tendrán finalmente que subyugarse ante los derechos divinos de la inteligencia, y entonces el poder de la Mente sobre todos los órganos y funciones del organismo humano será reconocido”.Ciencia y Salud, pág. 384.
