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Integridad en los negocios

Del número de julio de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


“La honradez es la norma perfecta”. Esto es más que un cliché; es una ley moral que podemos comprobar en los negocios en beneficio propio y de los demás.

Por ejemplo, ¿cuál es nuestra reacción cuando un contrato no se cumple? Por lo general, ambas partes sienten que han sido bastante perjudicadas. A veces, el incumplimiento de un contrato fomenta el intercambio de palabras airadas y amargas, y esto puede llegar a convertirse en una escena desagradable. Los ánimos encendidos son una señal de que no estamos pensando o actuando de una manera propia del Cristo. Tenemos que detenernos y pensar. ¿Hemos sido obedientes a la ley moral? Si hemos de hablar con absoluta autoridad, nuestra integridad tiene que ser constante e irreprochable.

Si pensamos que hemos sido honrados y consecuentes en nuestros negocios, ¿tenemos el derecho de enojarnos? ¡No! Tenemos que saber que la ley omnipotente de Dios está en efecto y que sólo estamos sujetos a esta ley del bien, que está siempre presente en todas partes. Este tranquilo conocimiento en medio de un argumento violento, es oración, y evoca la influencia divina del Cristo siempre presente. No importa qué clase de desatinos se vociferen a nuestro derredor, podemos estar seguros de que la armonía siempre reina porque la autoridad de Dios está presente ahora mismo y puede demostrarse.

En el negocio al que me dedico, a menudo firmo convenios contractuales con personas que ponen su propiedad en venta, habilitándome para actuar como intermediario con representación exclusiva del vendedor. Recientemente descubrí que uno de mis clientes, que tenía un contrato conmigo, estaba vendiendo su propiedad subrepticiamente. Cuando lo llamé por teléfono, y le hice ver que sabía lo que estaba ocurriendo, estalló. Me insultó con palabras calumniosas y rehusó pagarme un solo centavo. Mis ánimos se encendieron, aunque me mantuve bastante tranquilo. Me puse a orar. Yo sabía que había sido concienzudo y diligente en mi trabajo para ese cliente. Pensé firmemente en que yo estaba sujeto únicamente a la ley del bien. Sin tomar en cuenta lo que se había dicho, yo sabía que la ley de la armonía que proviene de Dios, estaba gobernando a todos los interesados en este asunto. Me calmé y serené bastante en medio de la tormenta. Mis pensamientos se mantuvieron tranquilos y en paz, porque sabía que la justicia de Dios prevalecía.

Cuando colgué el teléfono, continué sabiendo que sólo hay una Mente, no dos mentes en pugna; que los dos estábamos gobernados por la ley de integridad, la cual estaba establecida y mantenida por la única fuente infinita y todopoderosa de inteligencia, que llamamos Dios.

Esta fuente omnímoda del bien es la Mente única. Por mucho que seamos tentados por la creencia de que tenemos una mente propia, y que la otra persona tiene una mente propia, tenemos que abandonar este falso sentido del yo y alcanzar un concepto más elevado acerca de nosotros mismos y de los demás. Las obras y métodos de Cristo Jesús, el ánimo afectuoso que él tenía, nos pueden servir de ejemplo. Nos capacita para comprender lo que significa tener “la mente de Cristo”. 1 Cor. 2:16.

La ley de integridad es la misma ley que Cristo Jesús obedeció. Esta sensación de que hay una ley que todo lo llena — la ley de armonía que proviene de Dios — me invadió por completo. Sólo la Mente única, “que hubo también en Cristo Jesús”, Filip. 2:5. es el legislador y ejecutor de la ley.

A medida que mi reacción en cuanto a esta diatriba cambió, empecé a considerar cada uno de los argumentos que se emplearon y a negarlos específicamente como había aprendido en la Ciencia Cristiana. Negué la codicia y la avaricia, y comprendí que esas características no tenían parte o fundamento en la Mente única, que es la única causa. Negué toda mentira, desacuerdos o falsedades, porque Dios es Verdad, y la totalidad de la Verdad está siempre presente. Negué la ira y el odio porque Dios es Amor, y el Amor está aquí y ahora. Negué la existencia de toda interferencia con la acción armoniosa porque Dios es Vida, y la Vida es todo acción, y este movimiento armonioso no puede detenerse.

Decidí manifestar sólo lo que era semejante a Dios. Reemplacé la ira, el temor y el orgullo herido con la calma, la confianza, la compasión y la humildad: cualidades que se derivan de Dios, la Mente única. Ahora podía saber con autoridad que todos estábamos sujetos únicamente a la ley de la armonía que proviene de Dios. La Sra. Eddy escribe: “Regocijémonos de que estamos sometidos a las divinas ‘autoridades... que hay’. Tal es la Ciencia verdadera del ser. Cualquiera otra teoría de la Vida, o Dios, es engañosa y mitológica”.Ciencia y Salud, pág. 249.

Al cabo de varios días, el abogado de mi cliente me llamó e hizo una cita para venir a verme. Cuando vino dijo: “He venido para llegar a un acuerdo con usted”. Luego comenzamos un período de negociaciones y, alrededor de cuatro semanas más tarde, me envió un cheque. Mi espera no fue pasiva. Estuvo llena del conocimiento persistente de que la integridad gobernaba la situación. Sabía que era mi derecho y deber negar tales elementos desagradables como la codicia, el egoísmo y las falsedades que pretendían separarnos de la Mente única, o la Verdad.

En el mismo día en que tuve el altercado con ese cliente, recibí una llamada de otro cliente que también tenía un contrato exclusivo conmigo, y que había estado en vigor por más de un año. Todavía yo no había podido vender la propiedad que me habían dado, a pesar de que había sido honrado y fiel en mis esfuerzos. Este cliente me informó que se encontraba en una situación en la que podía vender la propiedad directamente a un comprador. Bajo nuestro convenio, él estaba obligado a pagarme una comisión aunque yo no le llevara el comprador. Me preguntó cuál era mi posición respecto a nuestro contrato.

Mientras yo hablaba, sabía que estaba experimentando el poder de la omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia de Dios, que por siempre opera y gobierna todo armoniosamente. Silenciosamente me estaba regocijando ante la evidencia de la ley de Dios que opera en nuestros asuntos humanos. Estaba profundamente agradecido por la llamada telefónica de este cliente, y por su honestidad e integridad. Fue un momento maravilloso que ocurrió el mismo día y apenas después de la llamada a la que me referí anteriormente. Tuve la certeza de que todo estaba bien en ambas situaciones. Reduje mi comisión en lo que consideré que era justo para ambas partes. Mi cliente estuvo de acuerdo y me envió un cheque.

Los resultados de ambos casos fueron una prueba definitiva de que, en la Ciencia, siempre reina la armonía. Tales experiencias ilustran la necesidad de estar alerta y de defender nuestro santuario, nuestra consciencia, donde Dios gobierna supremamente mediante Sus atributos, uno de los cuales es la integridad. No debemos permitir que ninguna disputa destruya nuestro sentido de integridad, o que interrumpa nuestra paciente persistencia para demostrar que la omnipotencia tiene todo el poder, y que el hombre refleja sólo el poder de Dios y obedece solamente a las leyes de Dios.


Guarda mi alma, y líbrame;
no sea yo avergonzado,
porque en ti confié.
Integridad y rectiud me guarden,
porque en ti he esperado.

Salmo 25:20, 21

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