Durante mis primeros años en la universidad, muchas de mis amigas acostumbraban viajar a dedo. Tomábamos algunas clases en otros establecimientos de nuestra pequeña ciudad, y si el autobús no venía a tiempo, viajábamos a dedo. Como todas lo hacían, nunca me puse a pensar detenidamente en ello. Pero, debería haber obrado con mayor sabiduría, no fui muy inteligente en lo que hice.
Una amiga se graduaba en una universidad situada más o menos a unos ciento cincuenta kilómetros. Los autobuses que iban en esa dirección no me dejaban bien, y no había nadie que me pudiese llevar en su auto. Yo estaba determinada a ir, de modo que el día de la ceremonia, ni bien amaneció, allí estaba yo en la carretera con el dedo bien en alto. La universidad quedaba más lejos que los tres kilómetros que yo acostumbraba pedir que me llevasen, pero me sentía segura de la situación.
En el primer automóvil que se detuvo me subí, pero un minuto después noté que el conductor estaba muy nervioso. Mi charla amistosa lo puso peor, y comenzó a hablar de una película de sexo que estaban dando en un cine de la ciudad. Le dije que pensaba que era muy triste que hubiese individuos que ganasen el dinero con películas que explotaban las debilidades de la gente. El hombre dejó de hablar, se veía perturbado y manejaba a gran velocidad.
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