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Pídele primero a Dios

Del número de enero de 1987 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Durante mis primeros años en la universidad, muchas de mis amigas acostumbraban viajar a dedo. Tomábamos algunas clases en otros establecimientos de nuestra pequeña ciudad, y si el autobús no venía a tiempo, viajábamos a dedo. Como todas lo hacían, nunca me puse a pensar detenidamente en ello. Pero, debería haber obrado con mayor sabiduría, no fui muy inteligente en lo que hice.

Una amiga se graduaba en una universidad situada más o menos a unos ciento cincuenta kilómetros. Los autobuses que iban en esa dirección no me dejaban bien, y no había nadie que me pudiese llevar en su auto. Yo estaba determinada a ir, de modo que el día de la ceremonia, ni bien amaneció, allí estaba yo en la carretera con el dedo bien en alto. La universidad quedaba más lejos que los tres kilómetros que yo acostumbraba pedir que me llevasen, pero me sentía segura de la situación.

En el primer automóvil que se detuvo me subí, pero un minuto después noté que el conductor estaba muy nervioso. Mi charla amistosa lo puso peor, y comenzó a hablar de una película de sexo que estaban dando en un cine de la ciudad. Le dije que pensaba que era muy triste que hubiese individuos que ganasen el dinero con películas que explotaban las debilidades de la gente. El hombre dejó de hablar, se veía perturbado y manejaba a gran velocidad.

No se me ocurrió pensar que yo pudiese estar en peligro, pero comencé a orar debido únicamente a que el hombre parecía tan perturbado. El propósito de mis oraciones era comprender mejor que el hombre está en paz con Dios, y que nada podía hacer que mi prójimo se inquietara. Después de orar por unos pocos minutos de ese modo, escuché en la radio una hermosa canción de John Denver, y le hice notar al conductor del automóvil la letra de la canción.

Le comenté: “¿No le parece muy positivo que la religión se esté incorporando cada vez más a nuestra vida diaria?”

De pronto, el automóvil se detuvo a un lado de la carretera y el hombre ásperamente me pidió que me bajara. Me dijo: “Te dejé subir porque pensé que nos podíamos divertir un poco. ¡Pero es obvio que contigo no lo podré hacer!”

Vi cómo se alejaba su automóvil. Estaba parada a un lado del camino, a unos quince kilómetros de la ciudad. Había en mí un sentimiento extraño. Sabía que había sido protegida, y le agradecí a Dios, pero también me di cuenta de que había algunas cosas en las que debía pensar. Mi ingenuidad con respecto a viajar a dedo me había puesto en una situación violenta.

Cuando estuve de vuelta en casa tuve una lucha mental. No podía negar que había sido la inspiración de Dios lo que me había mantenido a salvo. El darme cuenta de eso afirmó mi confianza para pedir ayuda a Dios dondequiera que yo estuviese. Además, había recibido la ayuda necesaria, pues una familia me llevó en su coche a la graduación. Pero, de alguna manera, ahora veía que no estaría bien exponerme otra vez a una situación semejante.

Poco tiempo, después hablé con mi tía, que era Científica Cristiana. Ella tenía interés en la graduación de mi amiga, pero cuando le conté que había viajado a dedo hasta allí, pude ver que se esforzaba por no mostrarse alarmada. Ambas nos quedamos en silencio por un rato, y luego ella dijo: “Yo sé que podemos confiar en Dios para cualquier cosa, pero me parece que cuando es correcto ir a alguna parte, tiene que haber una forma completamente segura para hacerlo”.

Esa idea me interesó, viajar sin riesgos, no porque haya una forma humana de garantizar la manera de llegar a un lugar, sino porque Dios nos dirige para que sepamos cómo ir. Debía ser sincera conmigo misma. A pesar del profundo deseo que tenía de estar en la graduación de mi amiga, no le había pedido a Dios que me dirigiera. Había puesto el amor por mi amiga primero, en vez de escuchar primero a Dios.

Al llegar a este punto, me sentí impresionada por el hecho de que, aun cuando había cometido un error, Dios continuaba amándome lo suficiente como para protegerme a mí y al conductor. Pero sabía que una manera más sincera y segura de hacer las cosas, era buscar primero la dirección de Dios. Mientras leía Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, me llamó la atención esta declaración: “El deseo es oración; y nada se puede perder por confiar nuestros deseos a Dios, para que puedan ser modelados y elevados antes de que tomen forma en palabras y en acciones”. Ciencia y Salud, pág. 1.

Una de las razones por las que a menudo evitaba buscar la dirección de Dios era porque estaba temerosa de que la respuesta fuese “no”, y entonces perdería algo que yo quería. Fue un cambio para mí confiar en Dios, la inteligencia divina, de tal modo que aun si el resultado de mi oración era un “no”, no tenía ningún sentimiento de pérdida.

Otra cosa que aprendí fue a no ser caprichosa, a no pensar siempre “que yo podía arreglármelas para cualquier cosa”. (Aun cuando en algunas partes del mundo sea común el viajar a dedo, puede ser peligroso, y el motivo por el que se hace puede ser fácilmente mal interpretado. En algunas partes hasta es ilegal.) También se necesitaba humildad para reconocer que el poder de Dios me había sacado del auto a salvo, y que probablemente evitó que el conductor hiciese algo lamentable. Sentí que la Verdad me había alertado para que escuchara las palabras de la radio, y el Amor me había dado sabiduría para hablarle al conductor acerca de ellas. Mis oraciones habían sido importantes porque me pusieron más de acuerdo con lo que Dios sabía y hacía. Y la Ciencia Cristiana nos enseña que el gobierno de sí mismo está basado en reflejar el gobierno de Dios, y no en utilizar la oración para conseguir lo que uno quiere personalmente.

A veces puede parecer importante probar que podemos resolver las cosas por nuestra cuenta, sin que nuestros padres, maestros o amigos nos digan lo que debemos hacer. Pero el punto importante es si estamos tratando de vivir por medio de la voluntad humana (la nuestra, o la de alguna otra persona) o si estamos escuchando la dirección de Dios. La Sra. Eddy escribe: “En un mundo de pecado y sensualidad que se apresura hacia un desarrollo mayor de poder, es sabio considerar seriamente si es la mente humana o la Mente divina la que nos está influyendo”. Ibid., págs. 82–83.

Fue realmente muy bueno que al año siguiente mi universidad, conjuntamente con otras, estableciera un servicio regular de autobuses. Y a pesar de que transcurrieron dos años hasta que pude comprar un automóvil, no volví a viajar a dedo. Fue muy interesante ver cómo, a partir de ese incidente, el ceder a la dirección divina me ha mantenido a salvo. Si la oración me conduce a apartarme de algo que deseo hacer, siempre hay algo aún mejor para reemplazarlo.

El orar como lo enseña la Ciencia Cristiana, es lo suficientemente poderoso como para sacarnos de las peores situaciones, y podemos sentir el poder de Dios a lo largo del camino, si somos lo suficientemente humildes como para pedir primero Su dirección.

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