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El valor moral de los precursores espirituales

Del número de octubre de 1987 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace unos tres o cuatro años, escribí una carta a una historiadora cuyos libros me habían enseñado mucho. Esta escritora tiene la habilidad de percibir en profundidad los acontecimientos y el carácter humanos. Además, su vida está llena de logros. Le pregunté cómo había obtenido esta percepción, y le di un ejemplo de uno de sus libros que había yo leído.

La respuesta de la autora fue muy breve, pero, en esencia, era que ella dejaba que los hechos hablaran por sí mismos — todos los hechos que podían obtenerse — y ella escuchaba. Aunque no pudo explicar en detalle este proceso, dijo que era casi intuitivo.

Hay como un desafío al pensamiento en esa manera de prestar atención, es decir, estar dispuesto a escuchar todos los hechos. Se necesita valor para escuchar de esa manera, un valor moral que está dispuesto a aceptar que las opiniones, creencias y prácticas que le son valiosas, sean contradichas si éstas no están de acuerdo con la verdad.

Con frecuencia he pensado sobre esa clase de valor moral. A través de toda la Biblia, hallamos a personas corrientes, aunque especiales, que finalmente llegaron a apreciar en su vida el valor y la intrepidez. Esto fue indispensable en el descubrimiento de la verdadera naturaleza de Dios y del hombre, que está espiritualmente basada.

La lección de Abraham y de Sara parece muy clara al respecto. Pasaron por épocas difíciles a lo largo de su vida; de falta de confianza en su propia capacidad y de momentos de desaliento. No obstante, Abraham poseía un discernimiento espiritual, que habrá compartido con Sara, de la relación estrecha y continua que tenía con Dios; una relación de bendiciones, que tuvo que haber parecido difícil de creer cuando estaba frente a los desafíos concomitantes con su misión precursora en tierras desconocidas y, a veces, entre pueblos hostiles.

La promesa de Dios a Abraham entrañaba, desde el comienzo, la certidumbre de una bendición sobre todos sus descendientes. Por cierto, Dios había dicho: “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra”. Gén. 12:3. Pero Sara no tenía hijos, y cuando ambos llegaron a una edad avanzada, parecía como si la esperanza de tener un hijo que habría de conservar viva esa visión jamás se cumpliría. Sólo algo que era profundamente espiritual — llamémoslo intuitivo — pudo haber mantenido vivo en ambos el valor moral para no abandonar por completo la esperanza que abrigaban de tener un hijo. Tuvo que haber momentos en que, entre ellos, habrán hecho bromas sombrías en cuanto a su difícil situación; comentarios que sólo podrían comprenderse claramente después de muchos años de experiencia y dedicación profundamente compartidos. De modo que no es de extrañarse, entonces, que Sara respondiera como lo hizo cuando alcanzó a oír que Dios le prometió a Abraham que ella iba a tener un hijo cuando casi tenía noventa años de edad. “Se rió, pues, Sara entre sí, diciendo: ¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?” Gén. 18:12.

Simplemente, parecía demasiado para ser verdad, y, no obstante, al fin Sara tuvo que haber aprendido a no rechazar los mensajes angelicales que contradecían su convicción de que era muy vieja para ser beneficiaria de tales promesas. Sara tuvo su hijo, y lo educó hasta que llegó a ser adulto, y lo vio cumplir los treinta y siete años. Su hijo Isaac fue un vínculo esencial en esa revelación espiritual de la relación constante del hombre con Dios, la que, finalmente, resultó en la venida de Cristo Jesús.

¿Se reiría usted, como Sara, si recibiera hoy el mensaje angelical de que su vida lleva en sí la promesa de ser parte de la revelación que Dios hace de sí mismo acerca de Su relación inquebrantable con el hombre? ¿Parecería que ese mensaje promete demasiado, o que es demasiado bueno para ser cierto? Tal vez sea necesario que todos hagamos un alto en la rutina de nuestra vida diaria y prestemos atención más sincera al significado de nuestra vida y el lugar y poder que Dios tiene en nuestros afectos y propósitos.

Inevitablemente surgirán preguntas cuando hagamos esto. Preguntas como: ¿Siento verdadero respeto por la Vida divina, Dios, y por el hombre como Su imagen y semejanza? ¿Estoy consciente de la aventura espiritual y promesa de vivir como el hijo de Dios? ¿Percibo la santidad de mi propia vida y las vidas de los demás, y anhelo descubrir el poder y la presencia y la dirección de Dios en el día mismo en que estoy leyendo esta revista?

Puede que se necesite mucho valor, valor moral, para dejar que surja esa clase de interrogatorios en los corazones y mentes que podrían estar tan habitualmente ocupadas con preocupaciones y posesiones materiales menores.

La Sra. Eddy, quien fundó esta publicación, fue más allá de las creencias materiales de la mente humana que buscan el significado de todas las cosas en las esperanzas y aspiraciones materiales, limitadas y, por lo tanto, imperfectas. Percibió que surgía dentro de ella la promesa y convicción divinas de que la Vida es Dios y que la Vida es el Amor eterno e infinito. Percibió que la vida humana tenía que empezar a someterse a esta naturaleza eterna si la gente habría de encontrar felicidad, realización, paz y satisfacción espirituales.

Tal revelación espiritual trajo consigo renovación y vitalidad, guiándola por senderos que hubieran parecido, al comienzo de su vida, como una mera imaginación irrealizable. La Sra. Eddy descubrió en las Escrituras una promesa espiritual que tenía que cumplirse en la vida de todo hombre y mujer, no sólo en algunas personas excepcionales. Fue la visión del Amor universal y de la salvación universal lo que impulsó su corazón y su alma para buscar la ley divina que fundamenta las obras sanadoras en la Biblia. Esta promesa espiritual está viva y disponible hoy en día para cada uno de nosotros. Y si estamos dispuestos a hacer el esfuerzo por encontrar todos los hechos — todos los hechos espirituales revelados en la Biblia y explicados en las enseñanzas de la Ciencia Cristiana — y a deshacernos de las creencias, convicciones y hábitos materiales que nos hacen confiar en la materia y la materialidad, entonces nuestra vida será transformada y cambiada en gran manera.

Si hay una sola cosa que todos pueden aprender de las Escrituras, ¿acaso no es el valor moral de ver más allá de nuestros actuales conceptos materiales en cuanto a la vida y la verdad? Esa es una clave esencial para efectuar un descubrimiento significativo y un cambio sanador. Jamás es demasiado tarde para llegar a ser esta clase de precursor espiritual.

Cada uno de nosotros posee la capacidad espiritual para sentir intuitivamente en nuestra vida actual la realidad de la presencia de Dios y Su poder vivificador. Y esta capacidad espiritual es la evidencia de que el hombre es la expresión misma de la naturaleza divina de Dios. Esta “expresión” tiene que estar expresada para siempre; tiene que tener vida, vida eterna. La Sra. Eddy, que enfrentó la oscuridad de la duda, la invalidez y la desesperación, escribió: “... exhorto a los cristianos a que tengan más fe en vivir que en morir. Les exhorto a que acepten la promesa de Cristo, y que unan, en la Ciencia del ser, la influencia de sus propios pensamientos con el poder de las enseñanzas de Cristo. Esto interpretará el poder divino a la comprensión humana y nos capacitará para asir ‘aquello para lo cual’, como lo expresa el apóstol Pablo en el tercer capítulo de su Epístola a los Filipenses, nosotros también estamos ‘asidos [o tenidos firmemente] por Cristo Jesús’ — la Vida siempre presente que no conoce la muerte, el Espíritu omnipresente que no conoce la materia”.La unidad del bien, pág. 43.

El estar dispuestos a considerar esa esperanza y comprensión espirituales, y empezar a vivir de acuerdo con ellas, comenzará a disolver los obstáculos mentales y la discordancia que parecen interponerse en el camino de nuestra propia gran aventura como hijos de Dios.

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