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Mi corazón rebosa de gratitud por una lección que aprendí sobre...

Del número de octubre de 1987 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi corazón rebosa de gratitud por una lección que aprendí sobre relaciones humanas, una lección que nunca hubiera aprendido sin las enseñanzas de la Ciencia Cristiana para guiarme. Siento que puede haber personas que se beneficiarán con mi testimonio, y por eso lo ofrezco afectuosamente.

Siempre he sido lo que las amistades y los parientes llaman “una buena hija”, haciendo todo lo que estaba a mi alcance por mis padres, a quienes amaba profundamente. Hacía esas cosas porque quería, no porque me sintiera obligada a hacerlas. Pero nunca sentí que había tenido éxito en ayudar a mis padres a vencer un problema de depresión que ambos parecían tener. Cuando me iba, después de visitarlos, me sentía frustrada. Entonces tenía que trabajar mucho para mantener mi gozo. Sabía que yo no debería tener un sentido de responsabilidad agobiante por ellos, pero dejar esa pesada carga me era muy difícil.

Un mes de marzo, cuando mi esposo y yo estábamos en el Lejano Oriente, recibí una llamada telefónica de la familia. Nos fuimos inmediatamente, volando a través del mundo para estar con la familia, pues mi padre estaba enfermo. Cuando llegué, nada de lo que yo hacía le interesaba. Se volvió difícil y de carácter agresivo, mientras que antes, siempre habíamos tenido una relación maravillosa y amorosa.

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