Cuando éramos niños, acostumbrábamos a jugar en los bosques cerca de nuestra escuela. Cierto día, descubrí un pequeño claro entre los árboles donde el sol iluminaba una rama caída. En ese hermoso lugar sentí la presencia de Dios. Lo llamé “la iglesia” y a veces volvía allí a orar.
Años más tarde, cuando empecé a estudiar Ciencia Cristiana, dejé de asociar la presencia de Dios con un lugar especial. Estaba comenzando a aprender que Dios, el Amor omnipotente, universal, es la Vida y sustancia verdaderas de todo ser, y, por tanto, está siempre presente para satisfacer nuestras necesidades. No sólo podemos sentir la presencia de Dios, sino que, mediante la oración, podemos someternos humildemente a la realidad del ser espiritual y su armonía, y sentir, cada vez más, Su poder sanador.
Cierta filosofía insiste en que, como los pensamientos y sentimientos acerca de la presencia de Dios no están basados en la evidencia física, en el análisis final no se puede demostrar que sean verdaderos. Sin embargo, la religión práctica de Cristo Jesús probó la existencia y el poder de Dios mediante la curación del pecado y la enfermedad. Al preguntar a quienes él quizás consideraba que deberían reconocer mejor las implicaciones prácticas de sus demostraciones cristianas del poder de Dios, Jesús les dijo: “¡Hipócritas! que sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!” Mateo 16:3.
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