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Elijamos demostrar la inmortalidad

Del número de abril de 1987 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cada uno de nosotros tiene la capacidad para demostrar la verdad de que el hombre es eterno, glorioso, imperecedero — inmortal — ahora. Puede que parezca contradictorio decir que el cultivar esta capacidad entraña comprender que la inmortalidad no necesita cultivarse. Pero, en realidad, no es contradictorio.

La inmortalidad, como una cualidad de Dios — la Vida divina, el Alma única —, está siempre completa e intacta; está siempre totalmente expresada en el hombre espiritual, Su semejanza. No podemos hacer a la inmortalidad más inmortal de lo que es, ni podemos hacer que lo que es mortal sea inmortal. Pero podemos despertar espiritualmente para comprender que somos inmortales y que nada de lo que es bueno jamás fue realmente mortal. Cuando cultivamos la inmortalidad, lo que cambia no es la inmortalidad, sino la perspectiva actual que poseemos de nosotros mismos.

Tenemos que optar por cambiar. El traer a luz la inmortalidad que existe en nuestra naturaleza verdadera como el hombre creado por Dios, es el resultado de la regeneración espiritual que entraña, de hecho, muchas opciones. Y esto es así porque la inmortalidad no sólo es eterna, intemporal y enaltecedora, sino también es impecable. Por lo tanto, para ponernos en línea con la gloria inmarcesible e imperecedera de la Vida, tenemos que optar por ponernos en línea con la pureza incorruptible del Alma. Tenemos que resistir la tentación, negarnos a que se nos corrompa. El optar por demostrar la inmortalidad necesita, por lo tanto, una continua demostración de la bondad.

El optar por el bien como la única realidad, es sumamente sabio. Puesto que Dios, el bien, es Todo-en-todo, nada puede realmente existir aparte de El o estar opuesto a El. No es sabio ni necesario creer que la mortalidad — el pecado, la carencia, la debilidad — coexisten con el bien infinito. Tal creencia engendra egoísmo y sensualidad, apatía y mediocridad, enfermedad y decadencia. Para vencer esta creencia y sus efectos, no sólo tenemos que saber que el bien es realmente inmortal, sino que tenemos que actuar firmemente porque lo es.

Si queremos obtener los beneficios de la inmortalidad, debemos optar con alegría por aprovechar al máximo cada momento a fin de obedecer la Regla de Oro del Cristo en nuestra vida. Debemos hacer con gratitud todo lo posible para ayudar a que la humanidad ascienda por encima de la creencia ignorante de que lo que se ve entre el nacimiento y la muerte es todo lo que ofrece la vida, el amor y las realizaciones. Después de todo, como la Sra. Eddy escribe: “Hacer con los demás como quisiéramos que ellos hicieren con nosotros, es la inmortalidad misma”. The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 275.

Cristo Jesús fue el hombre más puro, bondadoso y desinteresado que jamás vivió. No es de extrañarse que el también fuera el más grandioso, el más perdurablemente reverenciado, y el consumado modelo de inmortalidad. La divina gracia de inmortalidad no puede admitir mortalidad, por eso era normal para Jesús reformar a los pecadores, sanar a los enfermos, resucitar a los muertos y exponer la Regla de Oro por la cual otros pudieran emular sus obras.

Los discípulos de Jesús vieron que el maestro de la obediencia obedeció la Regla de Oro. Cada día que caminaban con él, la esencia de la inmortalidad era ejemplificada ante los ojos de ellos. Y siglos más tarde, cierta comprensión de la inmortalidad vino a la Sra. Eddy en el descubrimiento de la Ciencia Cristiana. Esto la preparó para que viera, por medio de la plena refulgencia del Cristo resucitado, o bajo la luz de la Ciencia divina, la originalidad imperecedera de la verdadera individualidad del hombre.

Mediante la revelación que la Sra. Eddy compartió con nosotros, podemos comprender y demostrar las cualidades espirituales que constituyen la inmortalidad individual. Esto nos inspirará para que estimemos y desarrollemos la inmortalidad que es innata en nuestra verdadera naturaleza. Mediante la expresión de nuestra verdadera individualidad, logramos dominio sobre la mortalidad. La ignorancia, el pecado y el temor — junto con todos los errores que parecen haber surgido de ellos — desaparecen cuando ponemos en práctica lo que aprendemos acerca de la individualidad inmortal del Alma impecable y de la Vida imperecedera. Pero tal progreso no se logra mediante el individualismo egoísta. No progresaremos al procurar obstinadamente, por medio de desacuerdos mortales, elevarnos por encima de nuestros semejantes. Sólo al subordinar el sentido mortal del ego expresando respeto hacia todos, comprendemos verdaderamente la inmortalidad.

La Sra. Eddy comparte con nosotros cómo optó por la verdad de la inmortalidad del hombre, y su manera de decirlo da muestras de que halló gozo y victoria a lo largo del camino. “¿Quién quiere ser mortal”, ella pregunta, “o quién no quiere alcanzar el verdadero ideal de la Vida y recobrar su propia individualidad? Yo amaré, si otro odia. Ganaré un saldo a favor del bien, mi ser verdadero. Sólo esto me da las fuerzas divinas con las cuales vencer todo error”. Escritos Misceláneos, pág. 104.

Cuando la inmortalidad se comprende espiritualmente, se ve que es más que sólo una aptitud que podemos cultivar. Es una realidad divina, una característica fundamental de Dios. Por lo tanto, estamos incluidos en su manifestación tan ciertamente como ella está incluida en nuestra naturaleza. Podemos demostrar en determinado momento que, como el hombre creado por Dios, somos inmortales, cualquiera que sea lo que el pasado documente, el presente arguya o el futuro amenace. Aún más, debido a que somos inmortales, somos impecables, libres de culpa, sin edad, intemporales, incapaces de enfermar y de morir.

Nadie puede estar en un aprieto tal que no pueda despertar de inmediato para comprender su naturaleza inmortal lo suficiente como para hallar cierta medida de liberación de la angustia de creer que él es la víctima en el sueño mortal de sufrimiento. Muchas personas que, en momentos de gran necesidad, han clamado desde lo profundo de su corazón: “Dios es mi Vida”, han hallado que el reconocer su inseparabilidad de la inmortalidad los ha despertado espiritualmente en cierta medida. La oración los ha rescatado del peligro y liberado de la muerte.

Si hemos de ampliar esos preciosos momentos que hemos tenido en continua regeneración espiritual, debemos mantener, mediante el estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana, una creciente familiarización con Dios y Su Cristo, o la verdadera naturaleza del hombre, que es vida eterna (ver Juan 17:3). Si anhelamos manifestar el cumplimiento final de la profecía de Pablo: “Sorbida es la muerte en victoria”, podemos cumplir fielmente las exigencias que originan ese cumplimiento. De acuerdo con Pablo: “Es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad”. 1 Cor. 15:53, 54.

Rechazamos la corruptibilidad mortal cuando, mediante nuestras opciones que niegan el pensamiento y la acción incorrectos, afirmamos que Dios, el bien inmaculado, es el Alma única, o consciencia, de todo. Vencemos la mortalidad corruptible cuando optamos por vivir la manera de Vida ejemplificada por Jesús. Y, cuando hacemos esto, hallamos que la inmortalidad hace mucho más que sólo surgir de pronto para arrebatarnos de las fauces de la perdición y destrucción.

La inmortalidad siempre está presente, siempre es omnipotente. Pero no la demostramos rindiéndonos al pecado o sometiéndonos estoicamente a la muerte. La demostramos al resistirnos al mal y al declarar, mediante la oración, la integridad del Alma y la realidad de la Vida. Por medio de una creciente comprensión de la invulnerabilidad de nuestra Alma verdadera y de la vitalidad inextinguible de nuestra única Vida, la inmortalidad alborea cuando nuestro pensamiento se despierta. Esto nos trae un día maravilloso de grandeza individual que jamás aburre, jamás angustia, jamás desengaña y jamás termina, a saber, un día resplandeciente de pureza y frescura, de permanencia y paz, de magnificencia claramente definida para todos.

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