Navegaba solitaria en un mar embravecido,
sin posibilidad de vida a causa de la tempestad.
Con lamentos lastimeros invocaba a un Dios ignoto,
aceptando la discordia como causa natural.
En mi mente perturbada sólo había interrogantes:
¿Podría Dios con su grandeza
librarme de tanto mal?
¡Oh mortal empedernido! ¡Cuántos sueños desfilaron por mi mente
a través de muchos años de ignorancia!
Y ¡cuán cerca estabas Tú de mi pobre corazón adolorido!
Esas noches de desvelo se tornaron en perfectas alboradas,
porque, en silencio profundo, la voz serena y amada,
ayudándome a vencer la rocosa encrucijada,
de la mano me llevaba.
Puedo, sin temor alguno, hoy sentirte en mi consciencia,
guiándome con la Ciencia a vivir en Tu presencia,
cual el faro señalero de mis días venideros.
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