Cuando muere un amigo, un familiar o alguien a quien admiramos, el sentido de pérdida y pesar puede parecer casi insoportable. El corazón humano llora de angustia, porque la separación parece ser tan permanente, tan irreparable. Cada fibra de nuestro ser clama por el retorno de nuestro ser querido. La muerte, sin embargo, parece ser el único acontecimiento sobre el cual no podemos hacer casi nada sino lamentar nuestra pérdida.
Pero, ¿es esto cierto? ¿Estamos totalmente desamparados y sin consuelo ante lo que la Biblia llama “el postrer enemigo”? ¿Tenemos que caer en las profundidades del pozo oscuro de la desesperación y el pesar? ¿O provee Dios, el Amor divino, un camino de solaz y esperanza en el “valle de sombra de muerte”?
Estoy convencido de que Dios sí provee este camino, pero esta convicción la obtuve duramente. La muerte reciente de dos de mis más queridos amigos me puso cara a cara con el tema de la muerte, y desafió hasta lo más profundo mi comprensión — opuesta a mi conocimiento teórico — acerca de Dios. Debido a que la vida humana abunda en calamidades, tales como la tragedia en el transbordador espacial de los Estados Unidos, deseo compartir algo de lo que he aprendido, con la esperanza de que esta comprensión consuele y fortalezca a otros como me ha consolado y fortalecido a mí.
Quizás deba decirse primeramente que un Científico Cristiano tiene el mismo sentimiento profundo de pérdida que cualquier otro ser humano cuando un ser querido muere de una enfermedad o trágicamente. Recuerdo aquellos momentos en que creí que me volvía loco de pesar, todo me parecía totalmente oscuro. Pero en medio de esta oscuridad y desesperación mental hubo una luz, como una estrella guiadora en un cielo oscurecido por nubes y azotado por los vientos.
¿Qué fue esta luz? Podemos llamarla esperanza, fe, una profunda intuición de que aquello que parecía estar sucediendo no era la verdad acerca del asunto. Fue el sentido espiritual, contradiciendo las evidencias materiales de pérdida humana que me aseguró que lo que realmente estaba sucediendo tenía que ver con la Vida inextinguible y no con la separación y el pesar.
No hay explicación humana para tal sentimiento pues no se origina en la mente humana. Viene de Dios Mismo. Es Su mensaje alentador, el espíritu de la Verdad, que dice al corazón receptivo: “Mi hijo querido, todo está bien. Dios, tu Padre-Madre, está aquí, y El está cuidando de ti y de los tuyos”. Es el mismo espíritu que debe de haber sentido la mujer sunamita quien, a pesar de haber visto a su hijo morir en sus brazos, contestó que todo estaba “bien” cuando el mensajero enviado por el profeta Eliseo le preguntó acerca del niño. (Ver 2 Reyes 4:8-37 para la historia completa.)
La razón misma de que nuestro corazón y mente rechazan la muerte y se rebelan contra una trágica e insensata pérdida, es que el espíritu de la Verdad en nosotros condena la muerte como ilegítima, como una abominación, como algo que no forma parte de lo que es real. Sabemos en nuestro corazón que la muerte y la separación no pueden ser lógicas, aunque no comprendamos el porqué. La Vida y la muerte son irreconciliables; si una es verdad, o alguna vez fue verdad, o alguna vez será verdad, entonces la otra es una mentira.
La Ciencia Cristiana confirma esta intuición, y nos muestra la razón espiritual para rechazar naturalmente la muerte. Esta Ciencia consuela al corazón angustiado asegurándonos que Dios es la vida verdadera de nuestro ser querido, no la materia o un cuerpo material. Esta Vida divina no puede perderse, sólo puede ser expresada eternamente en el hombre. Dios, el Espíritu eterno, el creador del hombre individual y del universo, preserva las identidades de todo Su linaje, desde el más humilde hasta el más poderoso. La muerte, por otra parte, es un concomitante del sueño o ilusión de que hay vida en la materia, y no tiene nada que ver con el hombre espiritual que descubrimos y que damos prueba de ser en la Ciencia Cristiana.
La inferencia humana de esas verdades espirituales es realmente “buenas nuevas”, un evangelio de esperanza y libertad para la humanidad. La Ciencia de la Vida explica, como lo demostró Cristo Jesús por medio de la resurrección y ascensión, que en la medida en que la vida es comprendida y vivida espiritualmente obtenemos dominio sobre la muerte. Cada derrota del pecado es una derrota de la muerte; cada falsa creencia y temor que la Verdad destruye es un paso hacia la Vida verdadera. Cada curación es una evidencia más de que nuestra esperanza más grande es realmente verdad, es decir, que el hombre es la imagen y semejanza de Dios. No vencemos la muerte al morir, sino al vivir moral y espiritualmente, antes y después de lo que se llama muerte.
Mediante la Ciencia de la Vida, aprendemos que, literalmente, sobrevivimos a la muerte. La sobrevivimos mediante el vivir o demostrar, en constante y creciente medida, la Vida y sustancia verdaderas, que es el Espíritu. Con el progreso espiritual, tanto aquí como en el más allá, la muerte desaparece de nuestra experiencia y, finalmente, con la completa desmaterialización del pensamiento viene la ascensión, el abandono de la completa ilusión del sentido material del ser para obtener la filiación divina. Esta es la Ciencia que es reflejada en la significativa promesa espiritual de Cristo Jesús: “El que guarda mi palabra, nunca verá muerte”. Juan 8:51.
Este mensaje de esperanza que nos da el Cristo puede parecer una contradicción imposible de reconciliar con la evidencia material de muerte. El corazón humano puede clamar: “¿Cómo puede ser esto posible cuando mi ser querido está muerto?” El que llora una pérdida puede enfurecerse contra Dios, creyendo que Dios le ha quitado a su ser querido; puede hasta llegar a dudar de la existencia de Dios, pues, ¿cómo puede Dios permitir que suceda tal cosa? Quizás los discípulos de Jesús hayan sentido esto mismo durante su pesar después de la crucifixión.
Consideremos la agobiadora evidencia humana con que fueron confrontados. Su Maestro fue traicionado, agredido, injustamente condenado a muerte y clavado en una cruz. Su cuerpo fue puesto en una tumba, la cual fue cerrada con una inmensa piedra. Sus enemigos parecían haber triunfado. No obstante, en la profunda soledad de la tumba, algo totalmente diferente e inesperado estaba ocurriendo; algo que, debido a la ciega aceptación de las apariencias humanas de los acontecimientos, impidió a los discípulos comprender o creer como posible, algo que habría de cambiar al mundo.
Como la Sra. Eddy lo explica en Ciencia y Salud: “Los discípulos de Jesús lo creyeron muerto mientras estuvo oculto en el sepulcro, siendo así que estaba vivo, demostrando dentro de la estrecha tumba el poder del Espíritu para anular el sentido material y mortal. Paredes de peña le obstaculizaban el paso, y tenía que rodarse una gran piedra de la entrada de la cueva; pero Jesús venció todos los obstáculos materiales, se sobrepuso a todas las leyes de la materia, y salió de su lóbrego lugar de reposo coronado con la gloria de un éxito sublime, una victoria eterna”. Ciencia y Salud, págs. 44-45.
Esta victoria eterna es para todos, para inspirarnos y darnos esperanza, para demostrarnos lo que es posible — sí, lo que es ineludible — mediante el progreso espiritual. El triunfo de Jesús y la difícil experiencia de los discípulos — consideremos su innecesario sufrimiento y cómo el Maestro más tarde los reprendió por su incredulidad y dureza de corazón — nos muestran cuán importante es mantener las realidades espirituales del ser aun ante las más abrumadoras evidencias materiales. Nadie dice que esto es fácil; puede ser agonizante, como lo demostró Jesús en su lucha en Getsemaní. Pero en la medida de nuestra obediencia y fidelidad a los hechos espirituales, somos fortalecidos y consolados. El amor de Dios nos es más real, y somos resucitados del pesar y del dolor a la comprensión más profunda de que la vida individual del hombre es indestructible.
El ejemplo supremo de Jesús demuestra también algo más: que la muerte no sólo no puede terminar la Vida absoluta del hombre, sino que tampoco puede terminar el progreso del ser humano para liberarse de la materia. Como lo explica la Sra. Eddy: “El hombre no es aniquilado, ni pierde su identidad, al pasar por la creencia llamada muerte. Después que la creencia momentánea de que se está muriendo desaparece de la mente mortal, esta mente está aún en un estado consciente de existencia; y el individuo no ha sino pasado por un momento de extremo temor mortal, para despertar con pensamientos y una existencia tan materiales como antes”. Escritos Misceláneos, pág. 42. Puesto que la exigencia divina es que seamos semejantes a Dios, que seamos totalmente espirituales, este estado probatorio claramente indica la necesidad de continuo progreso después de la llamada muerte, a fin de liberarnos del persistente sentido material del yo.
En mi propia experiencia, me di cuenta de que esta realidad científica era de gran ayuda, que era como un puente hacia una comprensión más elevada de que, en realidad, mis amigos fallecidos nunca habían vivido o muerto en la carne, sino que estaban siempre presentes con Dios: conscientes, útiles, activos, gozosos, vivos en Su familia universal. Me ayudó a comprender que la individualidad que yo había amado en ellos, y que había percibido humanamente, en realidad tenía una base espiritual, y, por lo tanto, nunca podía perderse. Si podemos captar una vislumbre o confiar, por un solo momento, que Dios, no la materia, es la única Vida del hombre, esto nos da la seguridad de que nuestros seres queridos que han partido están bien, aun si al presente no están visibles humanamente. No han cesado de existir sino que todavía tienen que ocuparse de su propia salvación.
Debemos consolarnos, pues Dios está con ellos. No están solos. Ni tampoco sin la ayuda de las manifestaciones tangibles de Dios, de Su gracia y misericordia. La muerte no impide que el Amor divino responda a toda necesidad humana. Consuelo, ayuda, apoyo, amistad, cuidado, misericordia, amor abnegado, amor paternal y maternal son cualidades universales, y siempre están incorporadas individualmente en el hombre. La muerte no extingue la manifestación de amor desinteresado para otros. No extingue la iglesia o hermandad cristiana. No pone fin al bien que recibimos haciendo el bien a otros. En la búsqueda de Dios, de nuestro amante Padre-Madre, aquellos que han fallecido encuentran que el Amor divino los consuela y los ayuda en su camino hacia el Espíritu, igual que nos ayuda aquí. “Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos”. Salmo 91:11.
No puedo decir que fui sanado de mi pesar de la noche a la mañana. Fue un proceso de día a día que requirió que cediera al yo y que tuviera el deseo de confiar en las realidades y verdades no percibidas todavía. A veces, el sufrimiento me embargaba cuando veía o pensaba en cosas que me recordaban a estos seres queridos. Pero persistiendo en la verdad de la resurrección que veía en el ejemplo de Cristo Jesús y en las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, el consuelo y la paz de Dios fueron más reales para mí. La vida eterna también me fue más real. Llegué a obtener una convicción más firme de que mis amigos estaban bien y que nos encontraríamos otra vez, para nunca separarnos, en el Amor y en la Vida que son Dios. Sobre este punto me gusta pensar en la promesa de la Biblia: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”. Apoc. 21:4.
¡Qué alivio es comprender la realidad espiritual de que las únicas cosas que pueden realmente morir son el pecado, el dolor, la muerte, la pena y el llanto! Lo bueno que amamos en la vida y en otros — la individualidad, la belleza, el color, la música, el compañerismo, la felicidad, el amor, el sentido de hogar y el gozo de la vida — no pueden ser destruidos. Sólo pueden lleger a sernos más reales y sustanciales a medida que vamos captando el sentido espiritual de lo que son. Dios preserva por siempre al hombre, incluso el universo y todas las más pequeñas individualidades. El hombre es Su familia, y El ama cada manifestación de Sí Mismo, desde lo infinitesimal hasta lo infinito.
El comprender esto, aun en pequeño grado, nos capacita aquí y ahora para obtener dominio sobre “el postrer enemigo”: la muerte. Al sanarnos valerosa y pacientemente del dolor y de la creencia universal en la muerte — y debemos ser pacientes con nosotros mismos — nos ponemos a la altura de las realidades eternas y de las imperecederas alegrías de la Vida. Vamos abandonando la muerte. De esta manera, seremos una ayuda más grande para aquellos que se han ido de esta existencia. En efecto, estamos diciendo: “No, muerte, tú no terminas la vida del hombre. Eres una ilusión. No voy a creer una mentira acerca de mi ser querido. El es el hijo de Dios, espiritual, y Dios está con él ahora mismo, y ninguna evidencia material opuesta puede cambiar este hecho”.
Tal convicción dispone nuestro pensamiento para recibir la ayuda divina, el consuelo celestial y la bendición de sentir una paz mental. Podemos confiar en Dios y en el progreso espiritual para restaurar todo lo que ahora parece estar perdido. El reino de los cielos no está lejos, sino a mano. La Ciencia de la Vida indestructible lo revela. Ahora mismo, hoy en día, podemos dar nuevos pasos hacia el día de resurrección para vivir la Vida, en cuya luz podemos exclamar: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” l Cor. 15:55.