En la clase de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana que yo enseñaba, y que constaba de dos hermanas adolescentes, estábamos hablando sobre el concepto de feminidad. Luego de una animada conversación, llegamos a la conclusión de que la identidad real de cada mujer, según ha sido creada por Dios, es en absoluto completa, e incluye no sólo esas nobles cualidades que habitualmente se podrían relacionar con la feminidad, sino también aquellas que se suelen relacionar con la masculinidad. Estuvimos de acuerdo en que el demostrar este verdadero sentido de compleción requiere el reconocer y expresar activamente tales cualidades espirituales como el amor, la alegría, la paz, la fortaleza y la sabiduría. Es de esta manera que aprendemos en mayor medida lo que la declaración de la Sra. Eddy en Ciencia y Salud implica para nuestras vidas ahora mismo: “Que aparezcan el ‘varón y hembra’ de la creación de Dios”. Ciencia y Salud, pág. 249; ver Gén. 1:27.
Relaté a la clase cómo mi madre había demostrado esta compleción de la verdadera feminidad durante la depresión en la década del 30. Durante la mayor parte de ese período, mi padre no pudo conseguir un buen empleo, a pesar de todo lo que trató. El estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana habían dado a mi madre, que tenía cuatro hijos, una fe profunda y perdurable en que todas las cosas eran posibles para Dios. Pronto consiguió trabajo como costurera en una lavandería. Pasaba largas horas en un edificio en el que poco se había hecho para controlar la temperatura o la humedad. Esto, junto con el rigor de las obligaciones en la casa, hubiera agotado a muchos hombres fuertes. Sin embargo, ella continuó trabajando día tras día sin siquiera enfermarse, y aún más admirablemente, sin proferir jamás una queja. Su delicadeza femenina, compasión y comprensión nunca disminuyeron a causa de haber tenido que desempeñar lo que en esos días se consideraba el papel del hombre en la familia.
De hecho, el darse cuenta de su fuerza innata otorgada por Dios la capacitó años después, cuando tenía setenta y tantos años, para reclamar fuerte e inflexiblemente la perfección espiritual con la que Dios ha dotado a Sus hijos. Después de varios años de haber estado confinada a una silla de ruedas, con artritis en las manos y piernas, comenzó a mejorar por medio de las oraciones de una practicista de la Ciencia Cristiana. Le fue posible mudarse a su propio departamento, y lenta pero inexorablemente vio que fue efectuándose la curación. Primero, recobró el uso de las manos, y así pudo coser nuevamente. Luego, persistió en la comprensión de la verdad de su ser como el reflejo espiritual de Dios, hasta que al final pudo caminar con facilidad para ir a la iglesia. No había duda alguna en su pensamiento de que ella incluía, por reflejo, todo lo que era necesario para asegurar su integridad, su salud y su gozoso sentido de vida ininterrumpida.
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