La Ciencia Cristiana significa tanto para mí, pues, tiempo atrás, cuando recurría frecuentemente a la medicina, no sabía lo que era sentirme bien.
Durante diez años tuve ataques de sinusitis. Después de haber tomado distintos medicamentos y haber usado gotas nasales e inhalaciones, un especialista conocido diagnosticó que este problema era crónico. Me dijo que tendría que vivir con esta condición debido a una deformación del hueso de la nariz. También me dijo que era muy alérgica al polvo. (Cuando enseñaba en la universidad, tenía que cubrir la tiza con papel ya que, de otra forma, inmediatamente comenzaba a estornudar.)
Durante siete años, también tuve enormes problemas con los riñones. Me sometí a varias clases de tratamientos médicos, vi especialistas, me tomaron muchas radiografías y tuve una operación menor. Finalmente, me dijeron que también tendría que vivir con este problema, ya que era hereditario. (Mi abuela había tenido esta enfermedad.) Y, como si estos problemas fueran pocos, en 1975 me dijeron que tenía tuberculosis. Estuve bajo tratamiento médico por un tiempo, pero, cuando volví a Bombay (había estado antes en Madrás), tenía tanto miedo que no quería ni acercarme a un médico. Esta enfermedad y las otras se cernían sobre mí como dragones amenazantes. Poco sabía yo entonces que había algo mucho más grande que todos ellos: la Ciencia Cristiana. A fines de 1978, me enteré de esta enseñanza cuando leí un ejemplar del Christian Science Sentinel que un amigo compartió conmigo.
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