Mucha gente puede pasar la mayor parte de dos décadas recibiendo educación académica, que empieza cortando y pegando papeles y continúa hasta llegar a la escuela para graduados. Es un camino largo, pero, hoy en día, no uno fuera de lo normal para millones de personas.
La educación académica ha llegado a ser algo que se toma seriamente. Está asociada con instituciones gigantescas, resmas de papel de trabajo rutinario escolar, montón de libros de lectura, y la comúnmente compartida angustia de los exámenes. En algunos países, las madres y los padres se enteran mediante los periódicos que los estudios universitarios pueden costar muchísimo dinero. Algunos padres de familia incluso empiezan a establecer un fondo para ese fin antes de que sus hijos comiencen el jardín de infantes.
En medio de todas esas imágenes alarmantes de lo que se necesita para recibir una educación académica, es difícil imaginarse algo tan sencillo como una persona sentada apaciblemente frente a un escritorio o en una silla cómoda, libro en mano, recapacitando acerca de ideas que sustentan las palabras impresas en las páginas de un libro. Se requiere ampliar la imaginación para captar cosas tan sencillas como una mente inquisitiva, un corazón anhelante y un deseo de aprender. Aun así, estas cosas son básicas para el carácter espiritual y la práctica ética de los sanadores verdaderamente cristianos.
En este número del Heraldo, aparece un anuncio referente a la instrucción en clase de Ciencia Cristiana. Maestros autorizados de Ciencia Cristiana enseñan una clase al año que consta de no más de treinta alumnos. La clase misma es breve. Las horas que pasan los alumnos reunidos en el salón de clase están concentradas en un período de doce días. En total, el tiempo que se pasa en el salón de clase es más o menos el equivalente a un curso de un semestre en la universidad. Fuera del salón de clase durante ese período, hay noches de tranquilo estudio que apenas indica los profundos temas espirituales que han sido tratados.
La instrucción en clase se basa en las enseñanzas de Cristo Jesús y en una profunda comprensión bíblica en cuanto a Dios y el hombre. Un capítulo en particular del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, se concentra en eso. El capítulo se titula “Recapitulación” y consiste en preguntas y respuestas sobre temas tales como: “¿Qué es Dios?” “¿Qué es el hombre?” “¿Qué es inteligencia?” “¿Quiere usted explicar lo que es la enfermedad y mostrar cómo debe uno sanarla?” “¿Cómo puedo progresar más rápidamente en la comprensión de la Ciencia Cristiana?”
Pero esta lista de algunos de los temas que se exploran en la clase, escasamente empiezan a revelar el propósito total de la instrucción. Ese propósito es nada menos que el reestablecimiento en nuestra época del poder para sanar y regenerar, que Cristo Jesús ejemplificó y enseñó a sus discípulos. Todo estudiante de la Biblia sabrá que ese reestablecimiento no se logra en un día o en doce días. Pero doce días, reforzados por anteriores y firmes esfuerzos de un hombre o de una mujer por cumplir con el propósito de Dios, y por tener ese “sentir que hubo también en Cristo Jesús”, como San Pablo lo describió, es suficiente para establecer una base ética sobre la cual el crecimiento y la comprensión espirituales pueden continuar para siempre. Y eso es lo que constituye la base de la instrucción en clase Primaria de Ciencia Cristiana.
Mary Baker Eddy probó varias maneras para instruir a otros en el sistema de curación cristianamente científico que ella descubrió. Durante muchos años dio clases que fluctuaban entre uno y cerca de setenta alumnos. Fundó un colegio en Boston, Massachusetts, y durante un tiempo dio clases bajo permiso estatal. Durante esos años se dio cuenta de que sólo los profundos requisitos espirituales y morales eran los que afirmaban el progreso del estudiante en el poder de la curación cristiana. La forma de enseñanza en el salón de clase que, finalmente, estableció en el Manual de La Iglesia Madre, mediante una Junta de Educación, es tan espiritualmente profunda, como materialmente sencilla. En análisis final, es una enseñanza que requiere que cada alumno recurra individual y directamente a Dios, la Verdad y el Amor divinos. El maestro o maestra de la clase y los alumnos están bajo los mismos requisitos morales y disciplina espiritual revelados en la vida de Cristo Jesús y explicados en el libro de texto de la Ciencia Cristiana.
Esta clase de educación espiritual requiere los motivos más puros: la clase de motivación que conmovió a Jesús y que él apreció cuando examinaba los corazones de sus discípulos. Obtenemos vislumbres de esos móviles en lo que candorosamente Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Yo ... pongo mi vida por las ovejas”. Juan 10:11, 12, 15. Los acontecimientos demostraron que procedió de acuerdo con su palabra.
Y es evidente, según el relato del evangelio y lo que siguió, que discípulos como San Juan y San Pedro captaron el concepto del propósito profundo y espiritual que nos acerca a Dios mediante la fidelidad a la ley divina y al Amor.
Eso es realmente la promesa de la instrucción en Ciencia Cristiana hoy en día. Tanto el maestro como el alumno recurren a los profundos manantiales espirituales de la Vida divina y de la Ciencia que sirve de fundamento a su descubrimiento y práctica. La Sra. Eddy estaba segura de que tal discipulado —alumnado, si se quiere— tendría recompensas seguras. Escribiendo acerca de tal sistema de educación, dijo: “Al fundar un sistema patológico de cristianismo, la autora se ha esforzado por exponer el Principio divino y no por exaltar la personalidad. Las armas del fanatismo, de la ignorancia y de la envidia caen ante un corazón sincero. Adulterar la Ciencia Cristiana es anularla. La falsedad carece de fundamento. ‘El asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas’. Ni la falta de honradez ni la ignorancia fundaron jamás un sistema de ética científico ni pueden echarlo abajo”. Ciencia y Salud, pág. 464.
Es sumamente interesante observar que con esa declaración concluye el capítulo del libro de texto de la Ciencia Cristiana intitulado “Enseñanza de Ciencia Cristiana”. Por cierto alude al profundo poder sanador —el poder del bien sobre el mal— que está disponible hoy en día a los estudiantes de Ciencia Cristiana de los siglos veinte y veintiuno.
    