A veces, algo nos llama la atención —quizás sólo por unos momentos— y nos damos cuenta de que estamos mirando y escuchando con una sensibilidad inesperada lo que la gente hace y dice. Imágenes de la gente en general comienzan a tomar el color y la intensidad de escenas que merecen mantenerse en la memoria. Tomemos, por ejemplo, una escena y algunas palabras que escuché mientras esperaba mi auto en una estación de servicio del barrio.
“Jennie, tú haces algo bueno por la gente, y ellos vuelven. Confían en ti. Si reparas algo y se rompe a los pocos días, no les vuelves a cobrar, simplemente lo reparas”. Había amabilidad, experiencia y compasión en la voz, y no una estrategia calculada. El dueño de la estación de servicio le estaba hablando a una estudiante de secundaria que, un poco antes, se había estado preguntando en voz alta qué iba a hacer con su vida. Al escuchar, sentí la bondad de este hombre que alentaba la confianza de una adolescente.
Pienso en otra escena que se remonta unos treinta años atrás. Un vecino tenía dos hijos y bebía mucho. En aquel entonces no lo catalogamos, pero supongo que hoy en día sería catalogado como alcohólico. Su vida parecía ser terriblemente dura, pero era obvio que amaba a sus hijos. Entonces, comenzó a producirse un cambio casi imperceptible al principio. Sus hijos estaban pasando por momentos difíciles. Pudimos ver que él, finalmente, se volvió tan sensible a las necesidades de ellos que tuvo que hacer algo para que tuvieran un padre a quien respetar. Dejó de tomar.
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