Libertades individuales —libertades básicas de palabra, de prensa, de reunión, de religión— hoy en día todavía no están totalmente reconocidas como derechos inalienables en muchas partes de nuestro mundo. En cierto país, una mujer, como muchos de sus compatriotas, fue encarcelada como disidente. Estuvo en la cárcel durante tres años y medio, y la adversidad que enfrentó tiene que haber sido inmensa, mucho más de lo que la mayoría de nosotros podríamos imaginarnos. No obstante, la resistencia de su espíritu no se quebrantó. Su valor no fue destruido.
Esta mujer era poetisa. Y, sin papel ni lápiz, se ingenió para continuar escribiendo sus poesías durante esos duros años de encarcelamiento. Más tarde, recordaría la manera en que muchas de sus poesías fueron escritas: “Usaba como lápiz lo que quedaba de un fósforo de madera apagado y escribía en una barra de jabón en mi celda. Luego, leía y releía lo escrito hasta que lo grababa en la memoria. Después, con una lavada de manos, desaparecía”. Citado en la revista Newsweek, 29 de diciembre de 1986, pág. 15.
Pero, por supuesto, las poesías no desaparecieron. Permanecieron por siempre con ella, “grabadas en la memoria”. Y cuando fue puesta en libertad, otros habrían de aprender esta poesía de valor que no pudo ser silenciada por las murallas de una prisión. Esta mujer milagrosamente compuso unas doscientas cincuenta poesías, muchas de ellas sólo con un fósforo de madera y una barra de jabón.
Cuando escuchamos relatos como ése del valor de una persona frente a la adversidad, es natural que nos sintamos elevados. El ejemplo de otra persona de tan notable fortaleza interior nos ofrece la esperanza de que, de algún modo u otro, todos estamos incluidos, y que debe de haber una fuente de valor y nobleza a la que todo hombre y mujer tiene acceso.
Y la verdad es que el valor para enfrentar cualquier desafío está disponible. Puede que no seamos encarcelados, pero ya sea que la adversidad sea algo en gran escala como una opresión política, o algo más privado como una enfermedad, un matrimonio en peligro de romperse, una crisis en nuestro trabajo o la pérdida de un ser querido, podemos encontrar la fortaleza que necesitamos recurriendo a Dios.
De hecho, la fortaleza y el valor que necesitamos sólo pueden encontrarse recurriendo a Dios, porque en Dios hay fortaleza sanadora. ¿Acaso el ejemplo de Cristo Jesús no demostró a sus seguidores que la fortaleza y el valor espirituales son algo más que el enfrentar estoicamente la adversidad? El valor del Maestro al enfrentar una crisis siempre aportaba solución, una derrota del mal, un apaciguamiento de las tormentas, y curación.
Aun ante la amenaza de humillación pública y muerte, Jesús no se apartó de su fe. Es posible que haya pasado por inmensas luchas internas, como en Getsemaní, cuando supo que su crucifixión era inminente, pero Jesús continuó apoyándose en Dios, en el Amor divino, y su fortaleza y valor continuaron renovándose.
Una de las cualidades que vemos representadas en el carácter de Jesús, indica claramente lo que cada uno de nosotros necesita para nutrir y mantener el valor espiritual. Esta cualidad es la humildad. La noción egotista de que la humildad es señal de debilidad, no podría estar más lejos de la verdad. La humildad es la base de la fortaleza, porque la verdadera humildad muestra la aceptación de la supremacía de Dios. Cuando reconocemos el poder infinito de Dios para gobernar a Su creación, y el propósito del hombre de manifestar este poder divino, somos fortalecidos más allá de lo que cualquier capacidad personal podría lograr.
En contraste con la humildad semejante a la del Cristo, la fuerza de la voluntad humana y del orgullo puede llevarnos sólo hasta cierto punto. Está autoprogramada a fracasar. La voluntad humana no puede ver la perspectiva más amplia, o sea, el designio de Dios; y la voluntad humana no sana. El aceptar la autoridad de Dios y ceder a Su propósito, literalmente nos dan poder para realizar mucho bien, aun en medio de grandes adversidades.
En Getsemaní, Jesús comprendió que la más dura prueba de su fe y de su vida lo aguardaba. Sin embargo, la humanidad debía tener el supremo ejemplo del poder de Dios para vencer el pecado y la muerte. Jesús valerosamente enfrentó la mortalidad y todo lo que la cruz representaba, y, mediante su oración, fue elevado a ver la mano preservadora y el propósito salvador de Su Dios. La animadversión destructiva de la mente carnal, la mala interpretación del mundo respecto a su misión, y el intento del pecado de apagar el sentido espiritual, no habrían de prevalecer. En humildad, Jesús pudo entregar su vida a Dios y decir: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Lucas 22:42.
Nadie ha demostrado valor y amor más grandes que el Maestro. Al considerar el supremo sacrificio y logros en bien de la humanidad que la crucifixión y ascensión de Jesús representaron, la Sra. Eddy dice: “La espesa bruma de la mortalidad es traspasada. La piedra ha sido removida. La muerte ha perdido su aguijón y la tumba su victoria. El valor inmortal llena el pecho humano e ilumina el camino viviente de la Vida”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 191.
La fuente de ese mismo valor y fortaleza está disponible, hoy en día, para cada uno de nosotros cuando alcancemos la comprensión espiritual de nuestra relación con Dios, y estemos dispuestos a cumplir con las obligaciones que esa relación trae a nuestras vidas como seguidores de Jesús. El propósito de la Ciencia Cristiana es el de enseñar a la humanidad la verdad salvadora de Dios y el hombre, fortalecer los corazones humanos y alentar el sentido espiritual. La Ciencia Cristiana enseña que Dios es creador, todo poder, la Mente infinita. Dios es el Amor que lo abarca todo, y la Vida que lo preserva todo. Dios gobierna a Su creación espiritual mediante la ley espiritual, manteniendo libertad, armonía, paz, salud y abundancia de bien como derechos divinos para el hombre.
El hombre creado por Dios no es un mortal, no es una víctima de las circunstancias ni una construcción material destinada a caer en desuso. El hombre es la prístina expresión de Dios, Su imagen espiritual y semejanza eterna que manifiesta el buen propósito de Dios en toda forma. Este reflejo espiritual del bien divino es nuestra verdadera identidad. Y cuando vislumbramos la permanencia de este ideal —cuando percibimos la sustancia indestructible y la integridad inmortal de nuestro ser verdadero como hijos de Dios— ya no estamos atados al temor de perder nuestra vida, de perder el bien o de perder el amor.
Dios está siempre con nosotros, manteniendo y preservando nuestra vida para Su gloria. Saber lo que Dios es y lo que somos nosotros como Su reflejo, infunde el más profundo valor y fortaleza posibles. Como lo dice la Biblia respecto a la promesa de Dios: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas”. Josué 1:9.
Nuestra relación con Dios nos provee fuerza espiritual como una roca, y valor como el viento. La fortaleza espiritual, al igual que una gran roca, es inamovible, fuerte, segura, sólida, una protección y defensa a nuestro alcance. El valor espiritual, al igual que un gran viento, es una fuerza irresistible para efectuar cambios en nuestra vida y en nuestro mundo. Y como un fuerte viento, este valor va hacia adelante venciendo todo obstáculo que se interponga en su camino. Continúa avanzando, y, finalmente, alcanza su propósito, el propósito de Dios. Su fuente es inagotable. Y como a veces ocurre, después que el viento ha disipado las nubes de la tormenta, vemos un horizonte limpio, fresco y claro. Con valor espiritual percibimos la gloria de Dios, y sabemos que se ha efectuado la curación.