Hace algunos años, visité la Catedral de Durham, en Inglaterra. Me impresionó su grandiosa estructura y magníficas proporciones, que proclamaban el deseo de los cristianos normandos de edificar un lugar de adoración merecedor del Altísimo.
El día que la visité, iba a ser entronizado el nuevo obispo. Se estaba ensayando la bella música de órgano, y se hacían los arreglos florales para la ocasión, mas a pesar de esa magnificencia, yo sentía el anhelo de algo más cordial y sencillo.
Al salir de los claustros hacia la luz del sol, vi en el centro de los prados una escultura tallada en madera de San Cuthbert quien, según se dice, está enterrado en la Catedral. Dicha estatua fue tallada por un artífice local. El sencillo tributo, hecho a mano, llegó a mi corazón y me habló de la sencillez del Cristo.
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