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“Perdóname, Padre”

Del número de agosto de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¡Cuántas veces anhelamos que Dios nos perdone! Sin embargo, es muy consolador comprender que jamás hay un pecado que esté fuera del alcance del poder sanador del Amor. Por más sombría que parezca una falta moral, el Cristo es capaz de destruirla. La compasión y la promesa sanadora de Dios se expresa en Isaías: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueran como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”. Isa. 1:18.

Cristo Jesús comprendió y demostró muy bien el inmenso amor y perdón de Dios. Es el Amor divino lo que le dio autoridad para decir: “Tus pecados te son perdonados”. Ver Lucas 5:20. El demostró el poder sanador del Amor divino con la mujer que le lavó los pies con sus lágrimas en la casa del fariseo, con el paralítico, y con el hombre en el estanque de Betesda. Cada una de estas personas debió de haber estado preparada, por lo menos en cierto grado, para dejar lo viejo y ser elevada a una forma de vida más espiritual. Con discernimiento espiritual y con amor, Jesús las sanó de sus pecados y problemas físicos. Al hablar del origen de sus buenas obras, Jesús explicó que era el Padre celestial quien obraba en él; por lo tanto, podemos concluir que el perdón que dispensó a los pecadores venía del Amor divino, Dios.

Al esforzarnos por ser absueltos del pecado —el odio, la venganza, la malicia, la lujuria, la envidia— es importante comprender que el pecado y el pecador no son una realidad que Dios ve. El pecado y el pecador son sueños mortales de los cuales los individuos deben despertar al comprender la totalidad del bien, Dios. Esta perspectiva del pecado, de ninguna manera nos permite omitir los pasos necesarios para el arrepentimiento, la regeneración y reconciliación, sino que nos fortalece con poder divino para tomar estos pasos.

Fue por medio de su comprensión de un Dios perfecto y un hombre perfecto que Jesús sanó el pecado y sus concomitantes físicos. Puesto que el pecado no fue creado por Dios, y no es natural a nuestra verdadera individualidad, Jesús vio el pecado como una mentira. El reconoció que nuestra verdadera identidad es semejante a Dios y es pura, que jamás ha caído o ha sido echada fuera del reino del Principio divino, sino que es protegida y mantenida en existencia impecable por los impenetrables e inexpugnables brazos del Amor. La irrealidad científica del pecado y el pecador es una revelación divina y revolucionaria. Conduce al corazón contrito a encontrar, paso a paso, su dominio sobre todo pecado. La Sra. Eddy dice: “La ley de Dios se resume en tres palabras: ‘Yo soy Todo’; y esta ley perfecta siempre está presente para rechazar cualquier pretensión de otra ley. Dios se compadece de nuestros dolores con el amor de un Padre para con Su hijo, —no volviéndose humano y conociendo el pecado, o sea la nada, sino borrando nuestra noción de lo que no existe. El no podía destruir por completo nuestras penas si tuviera conocimiento alguno de ellas”.No y Sí, pág. 30.

El pesar y el arrepentimiento que nuestro corazón siente por nuestras flaquezas no recibe ayuda humana, sino divina, la cual nos da energía para que con renovada determinación demostremos nuestra santidad innata. El Cristo —la revelación de la Mente divina a la consciencia humana— nos regenera con motivos, deseos y metas más puras. Al ceder a la Mente única, Dios, avanzamos como discípulos obedientes y humildes de la Verdad. Aunque la irrealidad del pecado y el pecador puede parecer difícil de aceptar para quien la evalúa intelectualmente como un credo teológico, para el “pobre en espíritu”, es la gracia salvadora de Dios.

El ver al hombre como condenado a sufrir el castigo por alguna antigua falta de Adán y Eva, debilita nuestra determinación espiritual, nos hunde en la condenación propia y alienta la excusa: “No lo puedo evitar”, que nos hace caer de nuevo. El aceptar al hombre como un pecador caído, tiende a hacer de la oración por el perdón un ritual que puede traer satisfacción temporaria; pero bajo esta superficie “pacífica”, se generan la justificación propia, la hipocresía y la ceguera moral. La Ciencia del Cristo exige la destrucción de nuestros pecados antes de que merezcamos el perdón. La Sra. Eddy dice: “Para mí el perdón divino es aquella presencia divina que significa la destrucción segura del pecado; y yo insisto en la destrucción del pecado como única prueba completa de su perdón”.Ibid., pág. 31.

El sufrir por nuestras faltas trae progreso espiritual; confirma que no hay felicidad real en el pecado. La oscuridad enceguecedora de la mente mortal argumenta erróneamente que hay gozo verdadero en el dinero, el poder humano, las drogas, la fama, la sensualidad. Este error se descubre, a menudo dolorosamente, como una vergonzosa mentira, que debe ceder a la verdad de Dios y el hombre.

El primer capítulo del Génesis nos dice que Dios hizo al hombre a Su semejanza, y que estaba tan complacido con Su obra que la calificó como buena en gran manera. Esto implica que ni un solo elemento de pecado o enfermedad jamás fue hecho, ya que Dios lo hizo todo. La imagen y semejanza de la Vida, la Verdad y el Amor es el único hombre, y ésta es nuestra verdadera individualidad, libre del temor, de la ira, la venganza o la malicia. El hombre, como la idea de la Mente divina, incorpora cualidades infinitas y espirituales. El único Ego —Yo soy el que soy— es el Amor, que se expresa por medio de ideas puras y perfectas.

Una experiencia que tuve, me enseñó el poder instantáneo del perdón del Amor para sanar el pecado. Un día iba conduciendo un auto, cuando fui detenido por un agente de policía por no haber reducido la velocidad a tiempo en una zona escolar. Como yo pensaba que sí lo había hecho, empecé a discutir con él. Mesmerizado por la autojustificación y el orgullo (me enorgullecía de mi excelente historial como conductor), acusé al policía de hostilidad innecesaria. Luego, con un tono airado, él me dijo que yo había pasado por alto la primera señal que indicaba que se redujera la velocidad. A continuación, me enredé en una discusión futil y acalorada, y pronto me vi con cinco citaciones (en vez de una sola que tenía al comienzo). Una de éstas revocaba mi licencia de conducir. Me hallaba a punto de ser arrestado y conducido a la cárcel por falta de respeto a un representante de la ley.

De pronto, me invadió una vergüenza y arrepentimiento profundos. Con penoso remordimiento recurrí a Dios y sinceramente Le pedí perdón. Sabía que había quebrantado lo que Jesús llamó “el primero y grande mandamiento” en la ley haciendo del orgullo un dios; había desobedecido lo que él llamó “el segundo... semejante”, Ver Mateo 22:35–39. al sentir animosidad hacia el agente de policía; y estaba destituido de la bendición prometida en varias de las bienaventuranzas del Sermón del Monte. Impulsado por la humildad dada por Dios, pedí al agente que perdonara mi vergonzoso alarde de orgullo y enojo. Con su semblante cambiado, me miró, me perdonó, y me pidió que perdonara su encolerizada reacción.

Regresé a mi auto con las cinco citaciones en mi mano y seguí orando con lágrimas de arrepentimiento sincero. Una y otra vez repetí: “Perdóname, Padre”. De repente, me inundó la comprensión espiritual de que la mente carnal era la culpable por esta explosión, y yo no quería otra Mente sino Dios, ya que mi verdadera identidad, a la semejanza de Dios, nunca había caído. Esto me elevó por encima del remordimiento atormentador. Me sentí rodeado de un tierno y vivo sentimiento del amor y de la gracia de Dios, mientras escuchaba en mi pensamiento las palabras: “Estás perdonado”.

Sobresaltado por la bocina de una motocicleta, me volví y vi al agente haciéndome señales para que me acercara (él había regresado). Cuando llegué a donde él estaba, tomó las cuatro últimas citaciones y las rompió, diciendo: “Todos cometemos errores a veces”. Humilde y conmovido, le agradecí.

Se requiere un sincero arrepentimiento y humildad para aniquilar el mal que quisiera manipularnos, y para detener la cooperación inconsciente que le damos. El perdón del Amor ocurre en el instante en que nuestra creencia en el pecado ha sido destruida, y dejamos de someternos a él. Jesús llamó al diablo —la mente carnal— “mentiroso, y padre de mentira”, Juan 8:44. porque niega la totalidad de Dios y quisiera invertir la imagen y semejanza del Espíritu, haciendo que el hombre sea mortal y desemejante a Dios. El rechazar las tentaciones de la mente carnal —el obedecer a una sola Mente, Dios— se traduce en un amor más fiel y vigoroso por Dios y por Sus dones de temperancia, perdón, caridad y gracia.

La mente mortal, como falso pensador, hablador y hacedor, es el único pecador. Con arrogancia desafiante, se engrandece y acumula su propio pecado, pero podemos estar seguros de que la severidad de su castigo aumenta en la medida de su alarde. Su misma anarquía e ilegal pretensión a tener vida e inteligencia, enciende el fuego de la autodestrucción. Al comprender que la mente mortal no es nuestra propia mente o impulso, reconocemos que su insistencia agresiva carece de poder, lógica y verdad. Con autoridad otorgada por Dios, echamos fuera a la mentalidad mortal, incluso la obstinación, el orgullo y la ira. A medida que damos cada paso de progreso espiritual, vemos que las creencias pecaminosas se desvanecen ante la luz de la Verdad, y hallamos que nos regocijamos más y más en el Alma.

La experiencia del bautismo y la regeneración espirituales nos hace más propensos a perdonar las faltas de los demás, y más compasivos con las luchas que tienen para salir del pecado. Sentimos la disposición de perdonar a otros cuando pedimos perdón a Dios. Por medio de nuestra regeneración espiritual, vislumbramos más claramente la naturaleza impecable, la nuestra como la de los demás, que no necesita perdón.

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