Siendo una joven esposa y madre, y también Científica Cristiana, no confiaba en remedios materiales, o, por lo menos, eso creía. Un día, la maestra preescolar acompañó a mi hija al auto, en donde yo la esperaba, para mostrarme lo que ella creía eran indicios de varicela en el rostro de la niña.
Mientras íbamos camino a casa, oré para percibir la verdad espiritual del ser de la niña como una evidencia clara y presente de que ella era en verdad el reflejo del Dios perfecto, tan incapaz de tener varicela como lo es Dios Mismo. Al escuchar la palabra de Dios, pude entender que la Mente divina es la única consciencia del hombre y que, en realidad, ni siquiera hay una pretensión o creencia de enfermedad, puesto que Dios no crea la enfermedad.
Cuando me sentí más calmada, de pronto recordé que esta hija ya había tenido lo que creímos que era varicela. Había sanado tan rápido mediante el tratamiento en la Ciencia Cristiana que momentáneamente lo había olvidado.
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