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Libres de culpabilidad y vergüenza

Del número de abril de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Si la culpabilidad y la vergüenza no son sinónimos, por lo menos deben ser amigas muy íntimas. Por supuesto que uno puede ser culpable de un crimen y no sentir vergüenza. Hay un término para esto: idiotez moral. La Biblia está llena de relatos de este estado depravado, tal como el intento despiadado del Faraón de destruir a los hijos de Israel cuando huían de Egipto, y el decreto de Herodes de matar a todos los niños varones.

También es posible que a uno lo hagan sentir culpable y con vergüenza y, sin embargo, ser inocente. Este estado de pensamiento concede autoridad al mal y también es depravado, aunque no en el sentido usual y, por supuesto, no en un sentido malicioso. La historia ofrece muchos ejemplos tristes y trágicos de personas a quienes se les hizo sentir indignas, llenas de defectos, y que no estaban a la altura de lo deseado, aun cuando nada habían hecho para merecer semejante degradación.

El mal, ya sea que tome la forma de culpabilidad o de vergüenza, merecidas o inmerecidas, trata de ofuscarnos para que no veamos nuestra verdadera naturaleza. Tanto el pecador empedernido como el sufriente santo necesitan despertar a su identidad genuina y espiritual. Y aunque nosotros probablemente consideremos que estamos en un punto entre esos extremos, podemos empezar a liberarnos del pecado que endurece los corazones humanos, así como del sufrimiento que los quebranta.

Es interesante observar la manera en que Cristo Jesús trataba a su prójimo. Si estudiamos cada uno de los cuatro Evangelios descubriremos que Jesús jamás avergonzó a nadie. Y ciertamente que encontró muchos que deben de haber sentido la pesada carga de esos sentimientos.

Consideremos cómo trataba él a la gente que sufría de lepra, condenados al aislamiento. Pensemos en lo que hizo por la mujer sorprendida en adulterio. Pedro realmente negó tres veces que lo conocía y, sin embargo, cuando volvieron a reunirse Jesús lo trató con franqueza y honestidad, y terminó por confiar a Pedro enormes responsabilidades. Jesús tuvo que enfrentar la curación con miembros de grupos minoritarios a quienes su propia gente desdeñaba. Es notable observar su trato con individuos que pertenecían a grupos considerados por muchos como sus acérrimos enemigos, gente como el fariseo Nicodemo, el centurión romano a cuyo sirviente sanó, y Simón, el de clase alta, que lo tuvo como invitado a cenar.

Ciertamente que Jesús no se convirtió en el compañero favorito de cada uno de ellos. De hecho, muchos que escucharon su mensaje lo odiaron por eso. Y él aconsejó a sus seguidores que no se sintieran abrumados por el rechazo y el odio de la mente carnal hacia la verdad. Pero también hubo quienes sintieron la gracia de Dios debido a su benevolencia y respeto por la disposición que tenían para hacer el bien y ser buenos. Las curaciones que siguieron confirmaron la verdadera capacidad de cada hombre y mujer para acatar la buena ley de Dios.

La curación espiritual es esencial para nuestra vida. A pesar de lo importante que es el bienestar físico, la curación espiritual implica mucho más que eso tan preciado. La curación espiritual es la confirmación de que cada uno de nosotros no es la criatura mortal, imperfecta o material que él o ella aparenta ser. Tal curación y transformación demuestran la totalidad del Amor divino y el poder en que descansa el hecho de que somos espiritualmente buenos y que podemos hacer cosas buenas. Una vez que vislumbramos esta verdad fundamental, podemos hacer más por nosotros mismos y por los demás de lo que pueda hacer toda condenación y castigo que el mundo pueda imponer al mal y a los malvados.

El Amor divino que Jesús reflejaba lo capacitó y lo hizo digno para reprender el pecado, para consolar al corazón afligido y echar fuera todos los demonios que parecen infectar los pensamientos y sentimientos de la humanidad. Si bien es cierto que no podemos destruir la culpa o la vergüenza simplemente tratando de justificar toda clase de comportamiento, también es cierto que no impartimos el conocimiento sanador del Amor divino a hombres y mujeres mediante la reiteración de que la naturaleza pecadora del hombre es un hecho irreversible, como quisieran hacérnoslo creer muchas teorías teológicas y sicológicas y opiniones personales.

Hubo una ocasión en que Jesús liberó a un hombre que el Evangelio de San Lucas describe como dominado por “un espíritu de demonio inmundo”. Cualquiera que fuere ese mal, estaba personificado en el ruego: “Déjanos; ¿qué tienes con nosotros, Jesús nazareno?” Lucas 4:33, 34. En cierta manera, ese “déjanos” es siempre la pretensión del mal. Y no hay manera más desastrosa de conceder poder al mal que aceptarlo como poseyendo a alguien. Es igualmente peligroso aceptar esa perspectiva perjudicial respecto a una raza o segregación de alguna gente en particular. Tal perspectiva fue lo que Jesús no estaba dispuesto a adoptar. El comprendió que el Amor divino es indivisible; lo que es para uno debe ser para todos.

El antídoto seguro para toda forma de mal es nuestra comprensión de la ley divina del bien de Dios. El antídoto para el odio es el amor; para la enfermedad, es la verdad de que el hombre no es el instrumento del mal, sino la expresión del ser de Dios. Escribiendo acerca de una “armadura impenetrable” contra el mal, la Sra. Eddy aconseja: “Tened vuestra mente tan llena de Verdad y Amor, que ni el pecado, ni la enfermedad, ni la muerte puedan entrar en ella. Es evidente que no se puede añadir nada a la mente que está llena. No hay puerta por la cual pueda entrar el mal, ni espacio que pueda ocupar en una mente llena de bondad. Los buenos pensamientos son una armadura impenetrable; revestidos de ella, estáis completamente protegidos contra los ataques del error de toda clase”. The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 210.

Ese estado mental participa de la naturaleza del Cristo. Puede perdonar, evitar con sabiduría malas tentaciones, y tratar a los demás con honestidad y compasión. Y en nuestro camino hacia ese estado de gracia, vemos cómo se desarrollan en nuestro fuero íntimo la fuerza moral, el autoperdón y la dignidad que sostienen nuestro esfuerzo y el de los demás por ser buenos. No hay nadie en su sano juicio que no desee ser bueno si tan sólo supiera cómo serlo. Ahora podemos saberlo. Esta es la Ciencia del cristianismo, y está haciendo del mundo un lugar diferente y más benévolo en el cual vivir.

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