Si la culpabilidad y la vergüenza no son sinónimos, por lo menos deben ser amigas muy íntimas. Por supuesto que uno puede ser culpable de un crimen y no sentir vergüenza. Hay un término para esto: idiotez moral. La Biblia está llena de relatos de este estado depravado, tal como el intento despiadado del Faraón de destruir a los hijos de Israel cuando huían de Egipto, y el decreto de Herodes de matar a todos los niños varones.
También es posible que a uno lo hagan sentir culpable y con vergüenza y, sin embargo, ser inocente. Este estado de pensamiento concede autoridad al mal y también es depravado, aunque no en el sentido usual y, por supuesto, no en un sentido malicioso. La historia ofrece muchos ejemplos tristes y trágicos de personas a quienes se les hizo sentir indignas, llenas de defectos, y que no estaban a la altura de lo deseado, aun cuando nada habían hecho para merecer semejante degradación.
El mal, ya sea que tome la forma de culpabilidad o de vergüenza, merecidas o inmerecidas, trata de ofuscarnos para que no veamos nuestra verdadera naturaleza. Tanto el pecador empedernido como el sufriente santo necesitan despertar a su identidad genuina y espiritual. Y aunque nosotros probablemente consideremos que estamos en un punto entre esos extremos, podemos empezar a liberarnos del pecado que endurece los corazones humanos, así como del sufrimiento que los quebranta.
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