No creo haber visto a un niño negro durante mi niñez. Y si vi a alguno, no lo recuerdo. Me crié en un gran suburbio donde, según tengo entendido, hasta ahora no hay familias negras. Recuerdo una ocasión en que tuve que faltar a la escuela porque había disturbios en la ciudad. Se llamó a la Guardia Nacional. Mis padres tenían un revólver cerca de la cama y podíamos oír los tiros que venían de la ciudad. Después de aquello nunca fuimos al centro de la ciudad de noche y muy rara vez durante el día.
Una señora negra cuidaba a los niños de nuestra familia. Yo la quería muchísimo, y a la hora del almuerzo corría a casa desde la escuela esperando su cariñosa bienvenida. Recuerdo lo trabajadora que era y que siempre cantaba cuando hacía sus quehaceres. Pero a veces a la hora de la cena se decían “chistes” que me desconcertaban, no acerca de ella, pero acerca de la gente negra en general. También se hablaba acerca de tomar medidas legales para “mantenerlos alejados”.
Durante mis años universitarios salí de esa comunidad exclusivista y tuve que encarar mis propios temores y prejuicios raciales. Sentía una tremenda angustia sobre estos sentimientos y anhelaba liberarme de ellos. Finalmente encontré la base con la cual desafiar aun los prejuicios raciales más recónditos. Lo hice mediante las enseñanzas de la Ciencia Cristiana y por medio de lo que estas enseñanzas revelan acerca de la naturaleza del hombre. Aquellas impresiones de mi niñez se han ido borrando poco a poco. Las muchas amistades de personas negras, y de otras razas, que desde entonces han formado parte de mi vida, continúan demostrándome que el odio racial, y aun la discriminación, no son hechos que deben ser tolerados o meramente calmados.
La discriminación no necesariamente desaparecería aun si todos adquiriéramos de pronto el mismo color de piel. Tampoco desaparecería acentuando nuestras diferencias culturales. Esto no quiere decir que esas diferencias culturales deban ignorarse, sino que éstas son deficientes para expresar lo que realmente somos y lo que es de mayor importancia.
Debemos empezar por reconocer y apreciar la espiritualidad de cada uno, pues sólo entonces habremos reconocido lo que verdaderamente nos distingue, o sea, la verdadera naturaleza de nuestra identidad y de nuestro patrimonio. El primer capítulo del Génesis declara que el hombre fue original y exclusivamente definido en términos de semejanza divina. Y la Ciencia Cristiana declara que el hombre nunca ha sido, y nunca es, correctamente comprendido o juzgado, excepto sobre esa base. Como semejanza o reflejo de Dios, el Espíritu, el hombre es totalmente espiritual. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud, la Sra. Eddy escribe: “La individualidad genuina del hombre se puede reconocer sólo en lo que es bueno y verdadero. El hombre no es creado por sí mismo, ni por los mortales. Dios creó al hombre”.Ciencia y Salud, pág. 294.
Pero la ignorancia de esto trataría de sustituir demografías superficiales por lo que Dios declara que es el hombre. Ciencia y Salud dice: “Son la ignorancia y las creencias falsas, basadas en un concepto material de las cosas, lo que oculta a la belleza y bondad espirituales”.Ibid., pág. 304. En la angustia de las injusticias raciales, la tragedia fundamental, es decir, la negación de la individualidad espiritual del hombre, a menudo pasa desapercibida. Vivir sin el reconocimiento y respeto de la identidad espiritual del hombre podría compararse a usar lámparas sin luz. ¿De qué sirve el diseño, la forma o el color de una lámpara si no da luz? Es lo mismo con el hombre.
El Apóstol Pablo usa una frase que describe nuestra identidad espiritual con exactitud: “hijos de luz”. Esta descripción no es ficción, no es un concepto acerca del hombre de algún otro mundo. Esta descripción define de manera exacta nuestra genuina identidad, la cual no incluye oscuridad, no incluye ignorancia que trataría de usar la materia y no el Espíritu para definir la sustancia del hombre. (Ni tampoco esta genuina identidad proviene de alguna mezcla material y espiritual de una “Nueva Era”.) Pablo presenta una base espiritual única del ser cuando dice: “Todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas”.I Tesal. 5:5.
A medida que veamos la realidad de nuestra identidad espiritual siempre presente, y vivamos y actuemos de acuerdo con esta base, las actitudes que perpetúan y fomentan el racismo serán anuladas. Puesto que la creación espiritual de Dios es infinita, la materia no tiene entidad. Por lo tanto, no puede establecer condiciones para los hijos de luz. En realidad, no puede clasificarnos, rotularnos, segregarnos o modelarnos según estereotipos materiales, impíos y huecos. La espiritualidad del hombre eternamente ha precedido e invalidado todo prejuicio falso y material.
Cuanto más reconocemos el hecho espiritual de nuestra identidad, tanto más seguros estamos de nuestro verdadero valer, de nuestra inamovible semejanza a Dios. Hay una fortaleza sosegada, tranquila, imperturbable en el conocimiento de que la espiritualidad verdaderamente constituye nuestra individualidad. Esta individualidad no puede ser dañada o intimidada. Está totalmente a salvo y sostenida por Dios. Existimos para llevar a cabo el propósito que Dios tiene para el hombre. Puesto que este propósito es totalmente espiritual, no incluye previos requisitos, conocimientos o limitaciones materiales previas.
Comprender esto puede liberarnos, en términos prácticos, de ser víctimas o perpetradores de injusticias raciales.
Cristo Jesús presentó el más alto ideal de lo que es la verdadera naturaleza del hombre, no mediante clases raciales o sociales, sino mediante el conocimiento espiritual de sí mismo. Su ejemplo fue para elevar a toda la humanidad a percibir la naturaleza original del hombre a semejanza de Dios.
La comprensión de que nuestra individualidad espiritual es lo que ya todos tenemos — que ahora mismo vivimos a causa del Espíritu y en el Espíritu, Dios — es la única esperanza para tener razas sin racismo. Cada victoria espiritual sobre la discriminación ayuda a romper la falsa apariencia de que el racismo es legítimo.
Recientemente estaba contemplando a dos pequeños niños que jugaban juntos felices. Uno era blanco y el otro negro. Esto me hizo pensar cuánto he progresado desde mi niñez. Hubiera querido decir a esos niños que todos llegamos finalmente a comprender que somos hijos de Dios, “hijos de luz”. Pero supuse que, a su manera, ellos ya lo sabían.
