Hace ya muchos años, cuando era una joven madre con dos hijas, yo sufría de severos dolores abdominales. Los diagnósticos médicos variaban entre embarazos tubulares, quistes y útero malformado. Entonces, cuando todos los tratamientos prescritos no produjeron alivio, los médicos aconsejaron una histerectomía.
Sentí mucho temor y lloré la tarde en que me enteré de que se había recomendado una intervención quirúrgica. Pero la amiga que había cuidado a mis niñitas, mientras yo iba a la cita médica, me consoló con las noticias de que había un método de curación espiritual. “¿Por qué no tratas la Ciencia Cristiana?” Su interés compasivo era tierno y sincero. “¿Qué hago?”, le pregunté. “Confía en Dios”, me respondió ella simplemente, al decirme que la Ciencia Cristiana sí sanaba.
Entonces ella me leyó un poema escrito por la Sra. Eddy. Yo pensé que esas palabras eran las más bellas que jamás había escuchado. Las primeras líneas son del Himno 207 del Himnario de la Ciencia Cristiana:
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