Mientras esperaba el nacimiento de mi cuarto hijo, un análisis mostró que yo tenía anemia. La partera que me lo dijo estaba preocupada por mí e insistió en que tomara vitaminas y que comiera grandes cantidades de alimentos ricos en hierro. (Las leyes del estado en que residimos requieren cuidado médico prenatal.) En nuestra familia, la Ciencia Cristiana nos había sanado de numerosas dificultades — dolores de oído, fiebre, tos, enfermedades, intoxicación por alimentos, lesiones, etc. La oración también había sido de gran importancia durante mis partos (véase mi testimonio en The Christian Science Journal, Abril 1982). Decidí no cambiar mi dieta ni tomar vitaminas, sino confiar exclusivamente en la oración según la Ciencia Cristiana para corregir el problema.
La partera pareció reconocer que aunque elegí un camino diferente al que me había recomendado, yo estaba haciendo algo concreto al respecto. No consideró mi decisión como ignorante o negligente. Indicó que ella continuaría controlando esa deficiencia a medida que el embarazo avanzaba. Llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana, quien comenzó a orar por mí.
Aunque me sentía contenta con la decisión que había tomado, luchaba con una pregunta muy importante: ¿De qué manera la espiritualización de mi pensamiento podía lograr el ajuste en mi sangre que se consideraba necesario para que el parto fuera normal? Al recurrir a la Biblia en busca de orientación, encontré estos amorosos consejos de Cristo Jesús (Mateo 6:31, 33): “No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos?” y “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”. Comencé a apreciar esta promesa como una ley divina infalible y deseé profundamente comprenderla mejor.
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