Pienso que no existe un hogar en donde la tranquilidad reine en todo momento. Tal vez los hogares se encuentren entre dos extremos que van de “generalmente tranquilos” a “crónicamente violentos”.
El asunto es que ninguno sabe realmente cómo son las cosas en el hogar de los demás. De acuerdo con las estadísticas, la brutalidad contra los niños es más frecuente que lo que la gente piensa. Pero, por lo menos, en estos días el maltrato de los niños se trae más a la atención del público. La gente habla acerca de ello, y muchos saben que se puede hacer algo.
Cuando era niña, guardaba el secreto más horrible: mi padre me pegaba. Hacía cualquier cosa, hasta mentía, para evitar que mis amigas y maestras se dieran cuenta. Incluso, en el verano, llevaba blusas de manga larga para cubrir los moretones en los brazos. Me sentía avergonzada.
No mentía para proteger a mi padre, porque no sentía amor alguno por él. Lo odiaba. Lo odiaba a él, a la casa en que vivíamos y a la vida que yo llevaba allí. Amaba a mi madre, pero detestaba su incapacidad de ponerse firme frente a mi padre en cuestiones de importancia. Especialmente, resentía la hipocresía por la que mi familia aparentaba ser tan buena frente a los demás. Detestaba las horas que pasaba llorando y sintiéndome atrapada, y también aborreciéndome a mí misma por ser tan desdichada.
De modo que, cuando dejé mi hogar a los diecinueve años, fue como si me hubieran sacado de una prisión, pero no fue tan simple. No fue tan simple dejar atrás esa sensación de resentimiento y desdicha.
Todavía me sentía amargada, guardando mucho rencor. Me había ido bien en la escuela, pero me sentía como una víctima, un sobreviviente. Había decidido que por medio de mi voluntad propia, la rivalidad y la obstinación no dejaría que mi padre destruyera toda esperanza y posibilidades en mí.
Allí es donde me encontró la Ciencia Cristiana, o donde encontré la Ciencia Cristiana. Fue ciertamente una preciosa época de descubrimiento.
Había estado fuera de mi hogar desde hacía un año cuando conocí a unos Científicos Cristianos y comencé a concurrir con ellos a una iglesia filial. A veces, estar en esa atmósfera parecía ser como una especie de choque cultural. Sentir esa atmósfera completamente libre de toda ansiedad era diferente de todo lo que había conocido.
Durante la semana, era tal mi deseo de retener esa sensación que tomaba el autobús que iba al centro y entraba en la Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana. ¡No dejaba de sorprenderme de que la amable señora que atendía siempre se alegraba de verme! Recuerdo una noche, en el dormitorio de la universidad, en que deseaba tener mi propio hogar tranquilo a donde ir, y luego pensé que lo tenía, la Sala de Lectura, a la que podía ir para hallar tranquilidad. Y, en efecto, tenía a esa sonriente dama que parecía sentirse tan contenta de verme como yo de estar allí. A veces leía. Pero la mayoría de las veces me hundía en un sillón, cerraba los ojos y me quedaba quieta y tranquila. Recuerdo que, sentada en la Sala de Lectura, lloraba de gratitud y oraba con todo mi corazón.
Hay algo que me llamó fuertemente la atención cuando comencé a estudiar. Es muy sencillo, pero ha sido la piedra fundamental de mi progreso espiritual. Es el significado de la primera línea del Padre Nuestro que Cristo Jesús nos dejó: "Padre nuestro que estás en los cielos, Nuestro Padre-Madre Dios, del todo armonioso..." (La parte en itálicas es la interpretación espiritual que la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, da en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras.)Ciencia y Salud, pág. 16.
Desde que tenía memoria, había asociado odiar con “padre”, debido a que mi padre me había infligido mucho sufrimiento. Ahora, por medio de la oración, comencé a ver que mi verdadero Padre es Dios, y que puesto que El es omnipotente, es el único poder real sobre mí, y que me ama y protege. Al principio, este razonamiento espiritual parecía ser sólo pensamientos lindos, aunque algo abstractos. Sin embargo, a medida que continué recordando en mi oración que Dios es realmente mi Padre-Madre, y afirmando que El es del todo armonioso, el concepto que tenía de Dios y de mí comenzó a cambiar.
Posiblemente, lo más importante fue que empecé a sentirme profundamente amada. No sólo por mis queridos amigos Científicos Cristianos y por la señora en la Sala de Lectura. Me sentí espiritual y profundamente apreciada por Dios, como nunca lo había sentido antes.
Luego vinieron épocas — horas y días — en que mi mundo dejó de parecer cruel y mezquino; y que realmente reflejaba luz, amabilidad y orden. Tuve un par de curaciones físicas que me sorprendieron, pues no había orado específicamente para sanarlas. Los problemas económicos se fueron solucionando. Tuve el valor para terminar la relación que tenía con mi novio, que fue lo mejor para ambos. Y, si bien eso fue difícil, no me sentí sola ni desesperada.
Llegó a ser más natural y menos abstracto pensar en Dios como mi “Padre-Madre.. ., del todo armonioso”; y esa verdad comenzó a sanar los recuerdos traumáticos y cicatrices emocionales de una niñez violenta.
Un día, encontré un párrafo de tremenda importancia para mí en Ciencia y Salud. Lo memoricé, y hasta el día de hoy, después de años de haber estudiado este libro, es uno de los pasajes que más atesoro: “En la Ciencia el hombre es linaje del Espíritu. Lo bello, lo bueno y lo puro constituyen su ascendencia. Su origen no está, como el de los mortales, en el instinto bruto, ni pasa él por condiciones materiales antes de alcanzar la inteligencia. El Espíritu es la fuente primitiva y última de su ser; Dios es su Padre, y la Vida es la ley de su existencia”.Ibid., pág. 63.
Había pensado que mi padre, debido a su propensión al alcohol y su egoísmo (y en cierta manera, que mi madre, debido a su falta de valor y respeto de sí misma) eran la causa de todos mis problemas. A ellos se debían mi nerviosismo, la razón por la que no tenía amistades, mi debilidad emocional y mi mentalidad de sobreviviente.
“La culpa es de ellos”, pensaba. “Si mi padre no hubiera sido tan egoísta y mezquino, yo no tendría por qué morderme las uñas, y ni qué decir de morder a los demás con mi mal temperamento”. Decir que estaba llena de resentimiento, amargura y autoconmiseración es poco. Pero la verdad acerca de mi herencia como el linaje del Amor divino continuó iluminando de manera creciente mis pensamientos hasta que comencé a darme cuenta de que mi naturaleza real — la hija de Dios, espiritual y amada, que soy — jamás había sido formada o condicionada por los mortales o por el medio ambiente material.
Cuanto más admitía que el hombre es creado por Dios, no por voluntad humana o accidente biológico, tanto más mejoraban las cosas. No sólo yo noté la diferencia, sino que los demás me dijeron que me notaban diferente. Comencé a comprender realmente “lo bello, lo bueno y lo puro” que era mi ser como Su linaje. Cuando empecé a sentirme amada tiernamente, se hizo evidente en mí misma.
De modo que este maravilloso amor de mi Padre-Madre estaba refinándome y sacando a luz mi individualidad espiritual. Vi que mi identidad real se expresaba en cualidades semejantes al Cristo como la ternura, la serenidad, el aplomo, el valor y la confianza en el bien como el único poder.
No había tenido mucha alegría en mi niñez; me sentía triste y temerosa. Desde entonces mis amistades han comentado que la alegría parece que nunca se me terminara. Esto me llena de emoción, puesto que sé que es una cualidad de Dios. Cristo Jesús dijo: “Nadie os quitará vuestro gozo” y “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da”. Juan 16:22; 14:27.
Tal vez alguien se pregunte cuánto tardó esta curación. Bueno, se llevó a cabo a través de muchos años, pero los cambios comenzaron desde el mismo momento en que empecé a estudiar la Ciencia Cristiana, y me sentí cada vez más libre.
Hasta ahora, los problemas familiares no se han resuelto a tal punto de reunirnos o de sentir respeto y afecto mutuo. Tampoco puedo decir qué lecciones haya aprendido o no alguno de mis familiares.
Pero he podido perdonar completa y libremente, y he dejado de lado la amargura y el odio. Aprendí que estas cosas no tienen nada que ver con mi naturaleza como hija de Dios. Sé que la violencia tampoco tiene nada que ver con mi padre; la violencia y el egoísmo no son parte del hombre, como Dios nos hizo.
El continuo crecimiento espiritual me ha llevado a corregirme; a reexaminar quién soy. No digo que esa niñez maltratada nunca ocurrió, humanamente hablando. Pero, he comenzado a ver más la experiencia humana como un sueño, del cual el Cristo, la Verdad, nos despierta. Ese despertar puede ocurrir aquí y ahora.
Después de hablar francamente acerca de sus propias experiencias familiares, la Sra. Eddy dice de tales relatos: “La historia humana necesita revisarse y el registro material borrarse”.Retrospección e Introspección, pág. 22.
Eso me ha hecho pensar bastante. Veo ahora que la revisión continúa y que es algo maravilloso, a medida que nuestra percepción del hombre creado por Dios nos acerca a la creación espiritual del Padre y nos libera de las imposiciones y limitaciones de la versión material. Mi historia ha sido en efecto revisada: el registro material de sufrimiento y la clasificación de “niño maltratado”, con los síntomas que le acompañan, han desaparecido.
Me siento contenta, aunque no sólo por mí misma. Me siento contenta porque sé que la Verdad y el Amor están presentes para otros niños y adultos. Sé que ninguno puede estar fuera del cuidado de Dios. No hay nadie que no pueda ser liberado de una historia de maltratos para que pueda reclamar su libertad como hijo amado de Dios.