Las elecciones comprenden opciones: es obvio que votamos por uno u otro candidato y, finalmente, uno u otro gana la elección. Algunas veces puede que seamos tentados a pensar que, en realidad, no es importante quién gane o quién pierda.
En otras ocasiones, tal vez pensemos que el futuro de nuestra iglesia, ciudad, estado, provincia, o, hasta de nuestro país, depende de lo que ocurra en las urnas. E incluso, si estamos seguros de que hemos hecho todo lo posible para elegir con acierto, siempre habrá otros que votarán de manera diferente.
Recuerdo una elección en la que estaba sumamente preocupada acerca de los resultados, los candidatos y los acontecimientos futuros. Era la elección primaria en la que, de un número considerable de competidores, se elegirían dos candidatos postulados para senadores de los Estados Unidos en el estado en que yo vivía. Todos los candidatos eran idóneos, aunque algunos tenían más experiencia que otros. Pero para mí sólo había uno que era elocuente, inteligente, favorable a las causas que yo apoyaba, capaz, y así por el estilo. Consideré que esa persona, evidentemente, era muy superior, y que nadie más debió haber tratado de lanzar su candidatura.
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