Jesús estaba prácticamente solo cuando llegó el momento de la crucifixión. Sólo unos pocos permanecieron a su lado por amor y lealtad, entre ellos su madre y su discípulo Juan. Las multitudes que con tanta ansiedad lo habían escuchado predicar, la mayoría de la gente a quien había sanado y salvado del pecado, o de quienes “tuvo compasión”, no estaban. La cruz no sólo le trajo agonía física y humillación, también debe de haberle traído una tremenda soledad. Para el hombre que no había abandonado a nadie, esas horas estuvieron marcadas con todas las evidencias de la separación.
En esa prueba suprema Jesús buscó a Dios, como siempre lo había hecho. Pero al sentirse acosado por desoladas imágenes de fracaso, oscuridad, aislamiento, clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Mateo 27:46.
Con esas mismas palabras empieza un salmo en el Antiguo Testamento, y algunos creen que Jesús en realidad lo estaba recordando en su oración. Ya sea que esto sea así o no, el salmo contiene lecciones que van más allá de lo histórico y apuntan a lo espiritual. El himno comienza con desesperación. Pero termina en triunfo, al igual que la crucifixión, que terminó en resurrección.
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