Jesús estaba prácticamente solo cuando llegó el momento de la crucifixión. Sólo unos pocos permanecieron a su lado por amor y lealtad, entre ellos su madre y su discípulo Juan. Las multitudes que con tanta ansiedad lo habían escuchado predicar, la mayoría de la gente a quien había sanado y salvado del pecado, o de quienes “tuvo compasión”, no estaban. La cruz no sólo le trajo agonía física y humillación, también debe de haberle traído una tremenda soledad. Para el hombre que no había abandonado a nadie, esas horas estuvieron marcadas con todas las evidencias de la separación.
En esa prueba suprema Jesús buscó a Dios, como siempre lo había hecho. Pero al sentirse acosado por desoladas imágenes de fracaso, oscuridad, aislamiento, clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Mateo 27:46.
Con esas mismas palabras empieza un salmo en el Antiguo Testamento, y algunos creen que Jesús en realidad lo estaba recordando en su oración. Ya sea que esto sea así o no, el salmo contiene lecciones que van más allá de lo histórico y apuntan a lo espiritual. El himno comienza con desesperación. Pero termina en triunfo, al igual que la crucifixión, que terminó en resurrección.
El Salmista recuerda que el confiar en Dios salvó a sus antepasados: “En ti esperaron nuestros padres; esperaron, y tú los libraste”. Más adelante el poema dice de manera tranquilizadora: “No menospreció ni abominó la aflicción del afligido, ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó”. Salmo 22:4, 24.
Al confiar en Dios sin reservas, el poeta reconoció una verdad eterna: que Dios no nos desampara. Cuando Jesús “clamó a él” — confió en Dios — debe de haber sentido una unidad con el Padre, que, en verdad, siempre había sido suya.
La Sra. Eddy escribe sobre la súplica de Jesús en la cruz: “La súplica de Jesús fue dirigida tanto a su Principio divino, el Dios que es Amor, como a sí mismo, la idea pura del Amor. ¿Le habían desamparado la Vida, la Verdad y el Amor en su más alta demostración? Era esa una pregunta inquietante. ¡No! Tenían que permanecer en él y él en ellos, pues de lo contrario aquella hora hubiera quedado despojada de su poderosa bendición para la raza humana”.Ciencia y Salud, pág. 50.
La bendición de la humanidad llegó con la resurrección. Fue la promesa hecha tangible — hecha “carne” — de que la muerte no tiene poder sobre la vida. Pero fue también más que eso. La reaparición de Jesús tres días después de haber sido crucificado y enterrado puso en tela de juicio la validez misma de la muerte. No sólo desafió lo que había sido, y todavía hoy aparenta ser, el fin inevitable de la vida, sino que lo venció. Demostró que la muerte no sólo era menos poderosa que la vida, sino que era el mayor engaño. Y esa suprema exhibición de separación, en el caso de Jesús, ese deliberado esfuerzo por separarlo de sus seguidores, de su misión, de la vida y, en un sentido más profundo, de Dios, había fracasado totalmente.
¿Qué significó esto? Significó exactamente lo que había dicho Jesús, que su declaración: “Yo y el Padre uno somos” Juan 10:30., no era simplemente una afirmación; era la verdad. El probó que Dios nunca abandona al hombre y que el hombre, en realidad, nunca puede estar separado del abrazo de su divino Padre, Dios, que todo lo incluye. Padre e hijo, la Mente infinita y su idea infinita o imagen, están unidos para siempre. Y si la muerte, la forma más amenazante de separación, de hecho no tenía poder, ni tiene realidad, entonces tampoco lo tenían todas las indicaciones menores de separación: el odio, la enfermedad, el crimen, el egoísmo, las privaciones, y demás.
Las celebraciones religiosas de la Pascua conmemoran la cruz y la ascensión del Salvador. Más allá de ambas está la verdad espiritual. La Sra. Eddy lo describe así: “Si la Vida o el Alma y su representante, el hombre, se unen por un período y luego son separados como por una ley de divorcio, para que se los una nuevamente en alguna época futura e incierta y de una manera desconocida — y ésa es en general la opinión religiosa de la humanidad — quedamos sin prueba racional de inmortalidad. Pero el hombre no puede ser separado ni por un instante de Dios, si el hombre refleja a Dios. Por lo tanto, la Ciencia prueba que la existencia del hombre está intacta”.Ciencia y Salud, pág. 306.
La unidad del hombre con Dios es tan real ahora y para nosotros como lo fue para Jesús. Podemos enfrentar y sanar los síntomas más suaves de separación — falta de armonía, injusticias, hasta enfermedades — manteniéndonos firmes en la verdad de nuestra inseparabilidad de Dios. Probar nuestra unidad con El es una labor que se realiza paso a paso; pero comienza al negarnos diariamente a abandonar a Dios y la realidad del bien. A medida que lo hagamos empezaremos a sentir en muy modesto grado la resurrección, la superación de lo terrenal que el maestro Cristiano probó al más alto nivel. Entonces sabremos que Dios nunca nos desampara.