¿Es posible amar realmente a otros niños como amamos a los propios? ¿Es acaso posible enfocar este ideal con realismo? Y si lo intentamos, ¿cómo podemos establecer la diferencia entre el interferir en lo que no nos incumbe y el genuino amor que sana?
Una curación de animosidad y relaciones difíciles con algunos niños en nuestro vecindario me enseñó que el amor de la ley de Dios nunca hace concesiones al mal, sino que va al fondo del problema y lo sana. A medida que oraba para solucionar la situación, una regla muy básica en la curación se mantuvo vívida en mis pensamientos: el amor universal no actúa dentro de los estrechos límites de opiniones personales. Por el contrario, las opiniones humanas inevitablemente tienen que ceder a Dios, la Mente divina.
Las opiniones acerca del “problema” con los niños del vecindario abundaban. Eramos nuevos allí, pero no pasó mucho tiempo para que nos alertaran: "¡Tengan cuidado con esos niños!" La advertencia fue dada para ayudarnos, no como un deseo de chismear, ya que los vecinos pensaban que nuestros hijos tenían que ser protegidos. Pero desde el comienzo no nos sentimos muy contentos con la variedad de opiniones. Por cierto que no queríamos perpetuar el problema, así que francamente, desatendimos la advertencia con la vaga esperanza de que nuestros vecinos estaban exagerando.
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