¿Es posible amar realmente a otros niños como amamos a los propios? ¿Es acaso posible enfocar este ideal con realismo? Y si lo intentamos, ¿cómo podemos establecer la diferencia entre el interferir en lo que no nos incumbe y el genuino amor que sana?
Una curación de animosidad y relaciones difíciles con algunos niños en nuestro vecindario me enseñó que el amor de la ley de Dios nunca hace concesiones al mal, sino que va al fondo del problema y lo sana. A medida que oraba para solucionar la situación, una regla muy básica en la curación se mantuvo vívida en mis pensamientos: el amor universal no actúa dentro de los estrechos límites de opiniones personales. Por el contrario, las opiniones humanas inevitablemente tienen que ceder a Dios, la Mente divina.
Las opiniones acerca del “problema” con los niños del vecindario abundaban. Eramos nuevos allí, pero no pasó mucho tiempo para que nos alertaran: "¡Tengan cuidado con esos niños!" La advertencia fue dada para ayudarnos, no como un deseo de chismear, ya que los vecinos pensaban que nuestros hijos tenían que ser protegidos. Pero desde el comienzo no nos sentimos muy contentos con la variedad de opiniones. Por cierto que no queríamos perpetuar el problema, así que francamente, desatendimos la advertencia con la vaga esperanza de que nuestros vecinos estaban exagerando.
No obstante, a medida que fue pasando el tiempo, comenzamos a preguntarnos si realmente nuestros vecinos no tendrían razón. Incidentes de intimidación y malicia pasaron a ser parte del diario vivir, y parecía que habíamos sido atrapados en una creciente conducta de destrucción y animosidad. Como se nos advirtió, nuestros repetidos intentos de razonar con esos niños fallaron, así como cada esfuerzo que hacíamos para ser amistosos y corteses.
Fue muy grande la tentación de darnos por vencidos y de mantenernos alejados de la situación tanto como nos fuera posible y no intervenir. Pero esta alternativa no satisfizo nuestro anhelo de lograr una verdadera curación, una curación que beneficiara a todo el vecindario, sin exclusión de nadie. Reconocí que esto era un impulso que venía de Dios, el Amor divino, quien bendice a todos incondicionalmente y sin medida.
Al orar acerca de esto recordé las obras sanadoras de Cristo Jesús, curaciones que a menudo las narraciones de los evangelios dicen que procedían de una profunda compasión por el enfermo y el pecador, por aquellos que tenían hambre y sed de amor espiritual, de inocencia y de liberación. Me enteré de que varios de estos niños vecinos venían de hogares de padres separados y de difíciles circunstancias. Muchas veces habíamos escuchado la opinión de que tales condiciones originan inevitablemente un comportamiento perverso o destructivo, algo que uno casi debe aceptar como normal. Pero la Ciencia Cristiana nos muestra claramente que la compasión que sana incluye la comprensión de que el hombre de la creación de Dios — la verdadera identidad de cada persona — es espiritual y completa. Todos somos infinitamente bendecidos por Dios, el Amor divino, a quien Jesús se refirió como “mi Padre” y “vuestro Padre”. Juan 20:17.
¿Estábamos viendo a estos niños sin padre, arrastrados de un lado a otro en un mar de impulsos y tentaciones materiales? ¿Cómo podrían ser verdaderas estas clasificaciones materiales restrictivas? Cristo Jesús nos alertó a no juzgar por las “apariencias” materiales. Nos dice: “No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos”. Mateo 23:9.
El rechazar estas clasificaciones destructivas era la única manera verdadera de honrar a Dios, el Padre de todos, la única manera de cumplir con la Regla de Oro: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos". Mateo 7:12. Rechazar el punto de vista material de las cosas para aceptar la individualidad totalmente espiritual del hombre, su filiación con Dios, es la base de la curación en la Ciencia Cristiana, la cual sigue el ejemplo de la vida de Cristo Jesús y su ministerio sanador.
En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy nos muestra cómo se lleva a cabo esta curación. Ella escribe: “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto que aparecía a él donde el hombre mortal y pecador aparece a los mortales. En ese hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esa manera correcta de ver al hombre sanaba a los enfermos. Así Jesús enseñó que el reino de Dios está intacto, que es universal y que el hombre es puro y santo". Ciencia y Salud, págs. 476-477.
Por cierto que nos dimos cuenta de que “esa manera correcta de ver al hombre” se necesitaba ahora. Con gran alegría comenzamos a reconocer que Dios, el Espíritu, estaba equipándonos con el entendimiento, el amor y la disciplina espiritual que se requerían para ver a este hombre perfecto allí mismo donde más necesitábamos verlo: en nuestros propios pensamientos.
Mi familia y yo comenzamos a reemplazar el temor y el resentimiento con amor y respeto. Empezamos a comprender con mayor claridad que, por cuanto cada niño es bendecido por su Padre-Madre Dios, cada uno de ellos tiene que ser una bendición. Nos dispusimos entonces a buscar evidencia de esta bendición allí mismo donde parecía haber desobediencia y una evidente falta de respeto.
En lo que a mí respecta, encontré que cuanto más aceptaba inequívocamente las bendiciones de Dios, tanto más sentía el control inteligente del Amor divino. Recordaba con frecuencia que hay un solo Dios, una sola Mente, que gobierna los pensamientos, sentimientos y acciones de cada uno de nosotros, y que este reconocimiento de la presencia pacífica de la Mente divina acallaba las reacciones negativas y destructivas. La comprensión espiritual gradualmente me permitió hacer frente a cada circunstancia con determinación y dominio, así como con humor y afecto. Mis propios hijos respondieron rápidamente a este cambio favorable en el ambiente, sintieron menos temor, criticaron menos y fueron más comunicativos. Ya no eran fácil presa para ser influidos o engañados.
Pronto las bravatas y las provocaciones cesaron, y los incidentes destructivos comenzaron a disminuir. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a manifestarse de manera normal y feliz las cualidades de la verdadera identidad del hombre que habíamos estado abrigando en el corazón. Una genuina amistad comenzó a echar raíces. Pero lo mejor de todo fue que a medida que nuestros pensamientos respecto a estos niños comenzaban a mejorar, así también comenzaron a mejorar los pensamientos de nuestros vecinos acerca de la situación. Poco a poco el recelo y la clasificación cesaron.
No mucho después de que se evidenciara esta curación, me hallaba un día en el segundo piso pintando una alacena, cuando escuché que alguien golpeaba insistentemente en la puerta. Al ver a uno de los niños del vecindario me sentí tentada a decirle que estaba ocupada y que el resto de la familia había salido por todo el día. Pero, en lugar de hacerlo, decidí poner de lado mi trabajo e ir a abrir la puerta.
Allí en el umbral estaban dos de mis jóvenes amigos. Habían compuesto una canción y una danza y querían mostrármelas. Justamente poco antes de esta interrupción se me ocurrió que yo me había estado forzando mucho para terminar de pintar, y que esto estaba ocasionándome una tensión y agotamiento innecesarios. Ahora un refrigerio espiritual venía a saludarme: un inesperado regalo de alegría, espontaneidad y amor a la manera de los niños abundaron en este sencillo gesto de querer compartir.
En ese instante sentí una alegría muy especial y mucha gratitud a Dios. Recordé esta declaración en Ciencia y Salud: “En la relación científica entre Dios y el hombre, descubrimos que todo lo que bendice a uno bendice a todos, como lo demostró Jesús con los panes y los peces — siendo el Espíritu, no la materia, la fuente de provisión". Ibid., pág. 206.
Al ver esta verdad bajo una nueva luz, pude admitir más fácilmente que la abundancia de las cualidades espirituales, por proceder de Dios y ser reflejadas por Su idea, el hombre, es por cierto infinita. A medida que expresamos estas cualidades y las apreciamos en otros, no hay límite para las bendiciones que impartimos, bendiciones que inevitablemente tienen que incluir a todos.