En una época en que había logrado alguna comprensión de la Ciencia Cristiana, pasé un año en el Polo Norte con mi esposo. El estaba llevando a cabo estudios del hielo e inspeccionando glaciares. Nuestra casa en ese tiempo era una cabaña de cazador pequeña y primitiva. Estaba ubicada en el paralelo ochenta, en una costa salvaje y desierta, a millas de distancia del ambiente humano.
Como pintora, yo estaba encantada con los colores bellos y puros del Lejano Norte. Pintaba día y noche olvidándome de todo lo que me rodeaba y abandonando el estudio diario de la Lección Bíblica (que aparece en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana).
Un día, mi esposo y un compañero salieron en una excursión de dos semanas justamente antes del comienzo de la oscuridad total de la noche polar. El viaje era necesario para poder proveer de provisiones las cabañas de refugio del vasto territorio. Estaba sola en la cabaña cuando la primera temida tormenta equinoccial comenzó y continuó arrasando por nueve días sin cesar.
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