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Hace algunos años me mudé a una ciudad del sudoeste de los Estados Unidos.

Del número de septiembre de 1990 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace algunos años me mudé a una ciudad del sudoeste de los Estados Unidos. Cuando llegué me sentía dolorida, enferma y muy asustada. Mi salud se había ido deteriorando desde hacía varios años y estaba sometida a una continua atención médica. Los problemas físicos, que eran muchos, incluían trastornos cardíacos, epilepsia, diabetes, una cadera deformada y una pierna más corta que la otra. Finalmente me dijeron que la medicina no podía hacer nada más por mí.

Fui criada en la Ciencia Cristiana, pero la había abandonado. Entonces me di cuenta de que tenía que tomar una decisión, y así lo hice. Sabía que ya no tenía fe en los recursos médicos. De modo que rehusé continuar con el tratamiento médico, descarté todas las medicinas y me dirigí a una Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana cercana.

En la Sala de Lectura, la bibliotecaria me atendió con mucha amabilidad y me hizo el favor de llamar a una practicista de la Ciencia Cristiana, ya que no podía hacerlo por mí misma. La practicista aceptó orar por mí, y me pidió que fuese a su oficina. Allí conversamos por más de una hora, recordando las verdades espirituales que yo había aprendido en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y hablando sobre la bondad de Dios. Ella me recordó que el hombre real es espiritual, creado a la semejanza de Dios. Con una sensación de paz, volví a la Sala de Lectura y me quedé estudiando la Biblia y los escritos de Mary Baker Eddy hasta la hora de cerrar. Luego, regresé a mi departamento y continué estudiando Ciencia Cristiana.

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