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“¿No ardía nuestro corazón?”

Del número de febrero de 1991 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Una Tarde Dos hombres iban de Jerusalén a una aldea llamada Emaús, cuando otro hombre — a quien no reconocen y al que consideran como forastero — se acerca y se une a ellos (ver Lucas).

Este forastero en realidad es Jesús, quien pregunta a los dos discípulos de qué están hablando. Cleofas y el otro discípulo le hablaron acerca de Jesús de Nazaret, un gran profeta, que hablaba y actuaba con autoridad de Dios. Le cuentan cómo los principales sacerdotes y gobernantes condenaron a muerte a Jesús e hicieron que fuera crucificado. Y ahora, agregan, algunas mujeres afirman que ángeles les dijeron que Jesús vive. Y cuando algunos discípulos fueron al sepulcro a investigar, ¡lo encontraron vacío!

Después de reprenderlos por su poca fe, el forastero les enseña afectuosamente cómo la vida y el ministerio de Jesús cumplieron todas las profecías de las Escrituras sobre el Mesías y su reinado espiritual. Jesús no sólo recorre con ellos el camino hacia Emaús; recorre con ellos la profecía bíblica sobre su misión. Al escuchar sus explicaciones, sienten que sus corazones comienzan a abrirse a una nueva y brillante esperanza, a una nueva promesa.

Anhelando saber más, invitan al Maestro a quedarse esa noche con ellos. Aparentemente ahora perciben la carrera de Jesús bajo una nueva luz, y son capaces de aceptar la promesa de la resurrección por los sucesos de los últimos tres días. Esto los lleva a reconocer que el hombre que acaba de partir el pan y de ofrecer una bendición es Cristo Jesús, el Salvador resucitado.

En ese instante Jesús desaparece, pero la idea espiritual de la Vida — el Cristo impersonal e inmortal — permanece en sus corazones y en sus mentes. Se dicen el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?”

Sí, sus corazones ardían; ardían con el fuego espiritual que debe de haberse encendido al comprender que la vida es mucho más que la materialidad, infinitamente más. ¡La promesa de la resurrección se había cumplido! Ya no podían considerar la vida como lo hacían antes: un ciclo de nacimiento, crecimiento, madurez, deterioro y muerte materiales. Como nunca antes, percibieron algo de la ley divina que Jesús demostró, la gran verdad de que la Vida es Dios, la causa eterna que nunca tuvo comienzo y que jamás puede tener fin. Sintieron el regocijo de saber que la vida del hombre es indestructible y está eternamente en manos de Dios.

La maravillosa nueva de la resurrección también puede llenar nuestra vida hoy, dándole un nuevo propósito, una nueva determinación. A medida que comprendemos que pertenecemos a la Vida eterna que es Espíritu, Dios, nuestros pensamientos y acciones se ajustan con mayor facilidad a la influencia divina del Cristo, la verdadera idea de la Vida. En la medida en que aceptamos esta idea divina, también nosotros resucitamos a una nueva vida de consagración y poder espirituales. Llegamos a ejercer sobre el pecado y la enfermedad el poder redentor de la comprensión de que el hombre es el hijo perfecto, puro, del Amor divino. Comprendemos que el verdadero ser del hombre se encuentra en lo espiritual, no en lo material. Al igual que los dos discípulos en el camino a Emaús, nuestros corazones comienzan a arder con un amor más profundo por Dios y el hombre.

Es el ánimo espiritual de la Vida lo que con el tiempo nos impulsa a expresar más Amor divino. Cuando nuestros afectos espirituales se renuevan y fortalecen, las actitudes convencionales de la sociedad no pueden impedirnos hacer lo que es moral y honesto. El temor del estigma social y la presión de nuestros compañeros son desarmados por el deseo ferviente de ser discípulos de Cristo. Nos sentimos dispuestos a hacerlo todo a la manera del Cristo. Vamos adelante con valor y determinación, sabiendo que la Verdad está sosteniendo nuestra determinación. En este proceso comprobamos con sorpresa que hallamos más satisfacción en hacer lo correcto de lo que jamás hubiéramos pensado que fuese posible.

Incluso antes de su crucifixión y resurrección, Jesús resucitó a los demás de un sentido material de existencia a una perspectiva renovada de que la vida es espiritual. Sus poderosas curaciones de deformidad moral y física tuvieron un significado e impacto mucho más profundos de lo que se percibe a primera vista. La sensación de bienestar en la materia no fue su meta, ni para él ni para aquellos a quienes sanó. Sus curaciones fueron revelaciones prácticas del hombre como idea espiritual de Dios.

Por su propia victoria sobre el sepulcro, Jesús nos demostró lo más claramente posible que la existencia del hombre es inmortal y espiritual. Al sacrificar su cuerpo humano en la cruz y mostrarlo restablecido en tres días, probó que el ser real del hombre permanece eternamente a salvo en Dios, que es la Vida y el Amor divinos. Demostró a la humanidad de manera irrefutable que el Espíritu infinito es la sustancia verdadera del hombre; más aún, que es la sustancia y realidad de todo ser, el Todo-en-todo.

La Sra. Eddy, que durante la última parte del siglo diecinueve descubrió la Ciencia del Cristo, expresó el profundo significado que la Ciencia Cristiana atribuye a la resurrección de Jesús en uno de los seis artículos de fe religiosos. Escribe en Ciencia y Salud, el libro de texto de la Ciencia Cristiana: “Reconocemos que la crucifixión de Jesús y su resurrección sirvieron para elevar la fe a la comprensión de la Vida eterna, como también de la totalidad del Alma, el Espíritu, y la nada de la materia”.

Cuando los discípulos de Jesús comprendieron mejor el significado más profundo de la resurrección, fueron llenos del Espíritu Santo y siguieron adelante, orando y sanando. Con audacia y con unidad de corazón enfrentaron y superaron persecuciones, encarcelamientos y azotes. La idea espiritual de la vida en Dios — el Espíritu Santo — reinó en su pensamiento y confirió poder a sus acciones. El libro de los Hechos en el Nuevo Testamento explica: “Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos”. Y sanaron a los enfermos, salvaron a los pecadores y hasta resucitaron a los muertos.

El mensaje espiritual de las Escrituras es proclamado de manera clara y precisa en Ciencia y Salud. Para muchos, su estudio ha sido como caminar hacia Emaús, porque sus páginas han abierto sus ojos al mensaje del Cristo: la existencia espiritual del hombre en Dios. La totalidad del Amor divino y la existencia del hombre como hijo espiritual e inmortal del Amor son las verdades gloriosas que pueden encontrarse en una interpretación espiritual de la misión de Jesús. Al ser confrontados con esta verdad, los conceptos incorrectos del hombre como un mortal pecador, condenado a la enfermedad y al sufrimiento, ya no parecen ser tan convincentes. En esa forma, la consciencia humana se inmaterializa y percibe con mayor claridad que el hombre es el reflejo puro del Amor.

El estudio bíblico y la oración, regulares y consecuentes, iluminados por la Ciencia Cristiana, mantienen nuestra llama espiritual encendida y desarrollan un entendimiento más firme de la espiritualidad que Dios nos ha conferido. Si somos siempre humildes y estamos dispuestos a arrepentirnos, seremos bautizados diariamente por el Espíritu Santo y alcanzaremos el sentido espiritual del ser. Esto aportará a nuestra experiencia diaria más gracia y armonía. Los rasgos obstinados de carácter cederán, y la santidad natural de nuestro ser verdadero se hará más evidente. Esto demuestra que estamos obteniendo en cierta medida la abundante gracia de la que gozaron los primeros cristianos, el sentido espiritual de la Vida eterna que hace arder nuestro corazón.

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