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¿Qué le debemos a nuestro prójimo?

Del número de febrero de 1991 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En Cierta Ocasion estuve luchando conmigo misma durante más de un año para comprender cuánta ayuda debía prestarle a una vecina. Mi vecina, una viuda anciana que vivía sola, tenía en su patio una pila grandísima de ramas de árbol enredadas y una cantidad de zarzas de las que necesitaba deshacerse. En dos ocasiones, mi vecina arregló con unos hombres para que se las llevaran en un camión, pero ellos ninguna de las dos veces lo hicieron.

Se me ocurrió que toda la pila se podría tirar poco a poco cortando las ramas a un tamaño razonable, atándolas en manojos y echándolas poco a poco a la basura cada semana. Pero no dije nada. Pasó mucho tiempo y la pila seguía allí. Mi conciencia me instaba a hablarle a mi vecina acerca de la idea y proponerle hacerlo yo misma. Pero una vez más no dije nada. ¿Era yo quien debía hacer el trabajo que consideraba le correspondía a otro? Por otra parte, ¿era yo egoísta por no ayudar? Pensé que no. Para mí era clarísimo que el egoísmo estaba en su familia, indiferente y que podía hacer ese trabajo.

Finalmente, como no parecía haber ninguna otra alternativa y mi consideración para mi vecina había ido en aumento, le hice una proposición. Tomó ocho meses de constante trabajo y muchos pares de guantes protectores el terminar la faena.

Mi vecina estaba muy agradecida y me lo demostró. Pero aprendí también una lección que necesitaba aprender. Más difícil que el habérmelas con ramas y zarzas fue el tener que habérmelas con mis espinosos pensamientos. Me enfrenté cara a cara con un sentido de fariseísmo y de justificación propia. Me importaba mi vecina, pero hacía una diferencia con su familia. En efecto, mientras cortaba zarzas y ramas, mentalmente regañaba a su hijo mayor. El debía estar haciendo esto, no yo. ¡Qué individuo más flojo e inútil! (¡Y qué buena cristiana era yo!)

Finalmente, al llegar a este punto enfrenté la pregunta: "¿Qué le debemos a nuestro prójimo?" Si estamos familiarizados con la Biblia, el pasaje "amarlos como a nosotros mismos" puede ser la respuesta que viene a la mente sin demora. Esa respuesta está implícita en los Diez Mandamientos; los profetas del Antiguo Testamento se referían a ella como justicia y misericordia; y no sólo fue recomendada sino que explícitamente requerida por el fundador del cristianismo, Cristo Jesús. Amar a nuestro prójimo es absolutamente primordial en el cristianismo. Pablo lo explica así en su epístola a los Romanos: "No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley". El amor que la Biblia enseña no es un almibarado sentimentalismo o un afecto sensiblero. Jesús fue el prójimo perfecto. Se preocupaba de los demás con un amor que era a la vez tierno y poderoso. El mismo amor que el Padre le daba, él lo expresaba a los demás. Y amplió nuestro concepto del prójimo mostrándonos qué es lo que realmente hace un buen prójimo.

En una ocasión, los amigos de un hombre enfermo se lo trajeron a Jesús. Los amigos prestaron ayuda. Jesús, sin embargo, fue más allá de esto y saludó al paralítico con estas afectuosas y alentadoras palabras: "Ten ánimo, hijo". Pero tampoco se detuvo aquí. Su amor por el prójimo era profundo y completo porque emanaba de Dios. Jesús continuó diciéndole: "Tus pecados te son perdonados". Y la Biblia nos dice que el hombre fue sanado.

¿Cuántas veces en nuestro diario vivir — en la escuela, en la oficina, en el hogar, en las tiendas — vemos algo, aunque sea un poquito, de la innata perfección espiritual de nuestro prójimo, y perdonamos aquello que parece haber "errado el blanco", porque nos damos cuenta de que ello no forma parte de la naturaleza creada por Dios? ¿Cuán a menudo nos desprendemos de la obstinada creencia que abrigamos acerca de las fallas de otros? ¿Cuán seguido percibimos un aspecto nuevo de la naturaleza impecable y espiritual de nuestro prójimo?

Un estudio de los Evangelios nos indica que Jesús vino a mostrarnos cómo cumplir con el mandamiento de amar a Dios y al hombre de Su creación por sobre todo lo demás; a mostrarnos cómo dar moralmente en el blanco en lo que pensamos, decimos y hacemos. Y nos enseñó cómo hacerlo en el contexto de las experiencias de nuestro diario vivir. Porque es aquí donde hallamos el quid y la cruz del cristianismo: la lucha crucial para desprendernos del egoísmo, de la justificación propia y del fariseísmo a fin de poder amar y servir a Dios y a nuestro prójimo.

Amar genuinamente a nuestro prójimo como a nosotros mismos es un preciado ideal cristiano. Mas para muchos es un ideal abstracto, que parece imposible de cumplir. La Ciencia Cristiana nos muestra cómo podemos amar a nuestro prójimo. En mi caso, lo que la Ciencia Cristiana me enseñó, me salvó de continuar expresando una manera dual de amar a mi prójimo (amar a la mujer que vivía en frente de mi casa) y abrigar rencor hacia otro (el hijo de la mujer). La Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, experimentó los efectos del amor que el prójimo le expresaba así como también su opuesto. No obstante, vio el amor como un derecho inalienable. En una carta que dirigió a una filial de la Iglesia de Cristo, Científico, dijo: "Luchando por ser buenos, hacer lo bueno y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, el alma del hombre está a salvo; el hombre emerge de la mortalidad y recibe sus derechos inalienables, el amor de Dios y del hombre" (The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany).

La devota consideración de lo que es el amor de Dios, sacudió mi sentido moral. Pude dejar de continuar juzgando al hijo de mi vecina. Después pude verlo con compasión. Finalmente, algunas semanas más tarde, cuando sentí hacia él una gran bondad, me di cuenta de que me había liberado de la crítica. Terminé el trabajo en paz conmigo misma y con él.

¿Qué le debemos a nuestro prójimo? ¿Una ayuda cuando la necesita? ¡Por supuesto! ¿Una actitud bondadosa? ¡Siempre! Porque estas actitudes nos llevan hacia lo esencial cuando, con un corazón rebosante de afecto, silenciosamente podemos decir: "Ten ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados", y dejamos que la curación se manifieste.

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