Nunca hubiera elegido vivir en una gran ciudad, pero mi trabajo estaba allí. Me encontré añorando una casa en el campo, un jardín y animales domésticos.
Debido a mi forma de vida no podía tener animales, pero disfrutaba mirando a los perros de otras personas retozar en el parque local durante sus salidas diarias. Un día conocí a una señora que me dijo que había obtenido su perro de un refugio para animales que estaba cerca. Cuando me mostré interesada, me explicó cómo llegar hasta allí. Comencé a visitar el refugio con regularidad.
Al principio me fue difícil ir. El lugar estaba atestado y era muy ruidoso; los perros parecían desesperados por recibir atención, y los gatos ensimismados. Me enteré de que los animales que no eran adoptados eran eliminados para dar lugar a los nuevos que iban llegando. Era desgarrador. Sin embargo, me pareció bien seguir yendo. Sentí que con todas sus limitaciones, ese refugio realmente había sido creado para cuidar a los animales, y yo quería tomar parte en ese cuidado.
Lo que verdaderamente me mantuvo en esa actividad fue algo que había aprendido en la Ciencia Cristiana: que nada bueno puede realmente perderse puesto que es de Dios. Esas pequeñas criaturas pertenecían a Dios. Aprendí a confiar más en que el amor de Dios nos guiaría a todos en la dirección correcta.
Eso fue hace alrededor de tres años. Durante ese período algo cambió. El número de animales abandonados disminuyó considerablemente, y el lugar rara vez llegó a estar a la mitad de su capacidad. Se empezó un programa reglamentado de voluntarios.
Desde entonces, he encontrado otras oportunidades para trabajos voluntarios, y he descubierto cuánto bienestar ofrece mi comunidad a través de ellos. Pero lo mejor de todo es descubrir en el corazón del que trabaja de voluntario la generosa preocupación que lo motiva.
He llegado a apreciar más a mi comunidad ahora que la conozco más a fondo. Y allí mismo donde me sentía tan desilusionada, estoy encontrando el reino de Dios.
Aun el gorrión halla casa,
y la golondrina nido para si,
donde ponga sus polluelos,
cerca de tus altares,
oh Jehová de los ejércitos,
Rey mío, y Dios mío.
Bienaventurados los que
habitan en tu casa;
perpetuamente te alabarán.
Salmo 84:3, 4
