¿A Que Clase de amor se refería Jesús cuando dio a sus discípulos un “nuevo mandamiento”: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado”? Aunque el Maestro sentía, por cierto, profundo afecto por sus discípulos, los exhortó a sentir un amor más amplio, un amor que consuela y sana.
¿De qué manera mostró Jesús su amor a sus discípulos? Les enseñó que el Espíritu, Dios, era el Padre de ellos y les explicó pacientemente las verdades de Dios. Les enseñó a orar y a sanar. Les dio la Regla de Oro con la cual regir su vida y oró por ellos, guiándolos tiernamente, en la medida en que estaban preparados para comprender. Pero sobre todo, él vivió y amó la Verdad, definiendo con su ejemplo la naturaleza divina. Enseñó a otros a identificarse con la naturaleza divina, a actuar como hijos de Dios, con todo el poder y la autoridad que esa relación incluye.
Puesto que Dios es el Amor mismo, el mandato de amarnos unos a otros significa reflejar el Amor divino. El amor puro de Dios por Su creación lo incluye todo, es imparcial, invariable, eterno, siempre presente. En otras palabras, amar como amó Jesús es amar sin condiciones ni limitaciones materiales.
Por lo tanto, este amor incluye no sólo a aquellos que responden a ese amor sino también a los que aparentemente no son dignos de ser amados. ¿Por qué? Porque todos tenemos un Dios y Padre; y el Padre, el Amor ilimitado, solo ve Su propia imagen; ve que todo lo que El hizo es totalmente bueno y no incluye nada desemejante a Sí mismo. Al igual que el Maestro, debemos perdonar a nuestros enemigos. Debemos verlos y amarlos teniendo en cuenta cómo los creó Dios, y no de acuerdo con lo que los sentidos materiales dicen que son. Luego, debemos estar dispuestos a dejar que el Amor divino moldee y forme sus pensamientos para que se ajusten a la imagen perfecta, a medida que la comprendan; dejemos que busquen su propia salvación apoyados por nuestro amor en vez de poner trabas con nuestras críticas. Y si debemos hacer algo para ayudarlos, Dios nos lo revelará. Esa clase de amor es vivir la Regla de Oro haciendo con los demás lo que quisiéramos que los demás hicieran con nosotros.
Hace algunos años cuando me vi frente a una difícil situación en mi trabajo, pude comprender en parte esta verdad: que cuando nuestro amor refleja el Amor divino, puede beneficiar a otros.
Temía ir a mi trabajo porque había una persona que me esperaba en la puerta, todas las mañanas, para criticar a sus compañeros de trabajo. Eso me arruinaba el día. Yo sabía que debía hacer algo. Si bien es obvio que no podemos pensar o actuar por los demás, somos responsables de nuestros propios pensamientos y de la manera en que respondemos a los demás. Allí es donde comienza la curación.
La curación empieza cuando oramos al Padre que todo lo sabe y que es todo amor, en busca de guía divina para manejar la situación de una manera afectuosa y armoniosa. Yo sabía que mi pensamiento debía estar de acuerdo con lo que Dios sabía que era verdad: que Su creación era totalmente buena; por lo tanto, en realidad solo el bien podía tener lugar. Encontré muy útil esta declaración del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy: “La oración no puede cambiar la Ciencia del ser, pero sí tiende a ponernos en armonía con ella”.
Un día, esa persona me contó que había ocupado una posición muy destacada pero estuvo en un accidente industrial cuyas consecuencias hicieron que se sintiera feo e inservible. Terminó diciendo que no comprendía cómo su esposa no lo había arrojado a una zanja, cubriéndolo con tierra.
Me sentí muy conmovida y agradecida porque Dios me había revelado el origen del problema. Como su concepto de amor se basaba en la atracción física, él se sentía indigno de ser amado. Sus críticas a los demás, simplemente reflejaban su descontento con su propio sentido de la existencia. ¿Cómo podía ver la verdadera valía de los demás cuando no discernía sus propias buenas cualidades?
Le pregunté: “Si su esposa hubiese sido la implicada en el accidente ¿la habría usted abandonado?”
Escandalizado, me respondió: “¡No! Yo la amo”.
Le pregunté: “Si usted ve en su esposa cualidades buenas que ama ¿no cree que ella puede ver y amar las cualidades buenas que hay en usted? Esas cualidades no fueron afectadas por el accidente”. Me miró por unos instantes sin decir palabra. Luego se fue.
¡Qué transformación se operó! Al darse cuenta de que las habilidades que había desarrollado a través de los años seguían siendo útiles, vio que no carecía de méritos como él había supuesto. Ya no siguió criticando a sus compañeros sino que hizo un esfuerzo genuino por ser útil cada vez que podía. Pronto los demás comenzaron a mostrar un genuino respeto por las condiciones que él tenía y a disfrutar de su sentido del humor que antes había estado escondido.
Para ser amados, debemos amar y hacer el bien a los demás. Una verdad dicha en el momento preciso puede ser a veces lo único que se necesita para ayudar a alguien que está luchando con un sentido de separación de su origen divino.
Nuestro Padre es el Amor, pero no podemos comprender el amor que viene de Dios mientras seguimos aferrados a la ira, la envidia, el resentimiento y el odio. Solo cuando negamos que los rasgos negativos de carácter forman parte de la verdadera individualidad del hombre, podemos aprender a identificarnos con la naturaleza divina y comenzar a vernos a nosotros mismos y a los demás como la imagen y semejanza de Dios, el Amor divino.
Dios apoya nuestros esfuerzos por expresar Su amor, y este apoyo no es pasivo sino que evidencia todo aquello que no es una gracia del Padre, todo lo que pretende separarnos de Su amor, siempre presente e invariable. Y una vez que el error es desenmascarado, es virtualmente destruido. Es cuestión de aprender a ver con los ojos del Amor divino, para contemplar lo que el Amor creó y declaró bueno, en vez de dejarse engañar por lo que los sentidos físicos implican.
¿Acaso no es esto aprender a amar de la manera en que Jesús amó?