Una Paz Indescriptible nos embarga cuando nos volvemos a Dios sin resistencia o reserva.
La oración silenciosa dentro de nuestro propio corazón nos guía al amor y a la seguridad que añoramos y de esta manera nuestra verdadera naturaleza espiritual se nos hace más clara, y nos damos cuenta de que el Amor divino no nos creó para que fuésemos agobiados sin misericordia o para sufrir.
Sin embargo, a veces nos sentimos confundidos — caminamos zigzagueantes durante horas, días o más tiempo — porque no nos volvemos a Dios, nuestra fuente, en busca de renovación. Podemos preocuparnos a tal grado por las exigencias del diario vivir que aceptamos la sugestión de que no hay tiempo para orar o que la oración no nos ayudaría de cualquier manera. Cuando creemos estas cosas, la carga se hace aún más pesada. Este tipo de pensamiento es el resultado de un concepto muy limitado de Dios, que afirma que el Espíritu y su creación son vagos y remotos, y que estamos separados de Dios.
!Pero no lo estamos! Dios no solo está cerca de nosotros, sino que somos uno con El. Esto fue lo que Cristo Jesús ilustró en su propia vida: que el hombre es uno con Dios. La Ciencia Cristiana nos demuestra que como expresión o semejanza del Espíritu, el hombre refleja la inteligencia y el amor divinos. Sin embargo, las meras palabras o argumentos “religiosos” no nos persuaden de nuestra unidad con Dios. La convicción firme llega cuando vamos directamente a Dios en oración y nos quedamos en ella el tiempo suficiente para que la mentalidad ocupada y mortal, que falsamente se llama “nuestra mente”, se aquiete. Entonces podemos tener “la mente de Cristo”, como lo explica San Pablo, como nuestra verdadera Mente y escuchar lo que “la voz callada y suave” de la Verdad nos dice.
A veces es sorprendente de qué manera podemos imaginar que estamos escuchando calladamente cuando en realidad no estamos escuchando. Podemos estar aparentemente callados mientras que en nuestro interior, en vez de escuchar con receptividad a Dios, estamos simplemente rumiando los problemas dentro de los confines de la mente humana y mortal, topando con limitaciones y oposición en todas direcciones. La preocupación y la oración se confunden, y, como resultado, la curación y el progreso se estancan. El orar y el preocuparse a medias no nos ayuda en nada.
Hace unos años una amiga me llamó para pedirme que orara por ella. Estaba en una situación difícil y necesitaba ayuda inmediata. Le dije a mis hijos que iba a tomar algún tiempo para orar a solas, y con tal propósito me encerré en mi dormitorio. Me compadecí de esta querida amiga. Me volví a Dios para sentir la seguridad de que ella verdaderamente era amada y que estaba segura bajo Su cuidado.
Luché con el sentimiento de pena que sentía por su vida difícil, aunque al mismo tiempo sabía que el Amor divino estaba con ella. Después de un tiempo, salí de mi habitación. Mi hijo menor me miró y me preguntó: “¿Mamá, estás contenta?” Respondí que sí y por curiosidad le pregunté por me hacía tal pregunta. “Pues”, contestó él, “si estás contenta, se lo debes decir a tu cara”.
El sentimiento de pena que sentía por mi amiga y el pesar que sentía por su situación se notaban todavía en mi rostro. El niño correctamente asumió que alguien que había estado orando estaría en paz y contento; y que eso sería algo notable. ¡Me reí! Sabía que él tenía razón. Mi hijo se dio cuenta de que el gozo interior que trae la oración no estaba ahí. Si yo hubiese estado verdaderamente escuchando solo lo que Dios estaba diciéndome, hubiese salido de esa habitación inspirada. Tampoco necesitaba poner simplemente una hermosa sonrisa en mi cara.
Regresé a mi habitación y me volví a Dios nuevamente. Esta vez pensé en lo que Jesús le había aconsejado a sus discípulos en el Evangelio según Mateo de que entrasen en su aposento y cerrasen la puerta cuando oraran. Para mí esto quería decir más que estar a solas con la puerta cerrada. Significó el entrar en la consciencia del Cristo, o la Verdad. Recordé este comentario de Mary Baker Eddy en su libro, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras: “Para orar como se debe, hay que entrar en el aposento y cerrar la puerta. Tenemos que cerrar los labios y silenciar los sentidos materiales. En el santuario tranquilo de aspiraciones sinceras, tenemos que negar el pecado y afirmar que Dios es Todo”.
Seguí este consejo con tanta obediencia como pude y me sentí maravillosamente aliviada del temor y la preocupación, fortalecida por esa confianza más pura en Dios que siempre nos embarga cuando admitimos que Dios es todo. Vi con mucha claridad que realmente no podía haber un poder maligno o ley material capaz de anular la ley de bondad de Dios u ocultar a nadie, ni a mi amiga, las bendiciones del Amor divino.
No sé por cuánto tiempo oré, pero me levanté llena de inspiración y con la certeza de que la verdad que estaba recibiendo de Dios era la verdad absoluta del ser del hombre. Sonó el teléfono, y era mi amiga. Su voz era diferente. Con gozo me explicó que el curso completo de los acontecimientos había cambiado dramáticamente. Algo extraordinario había ocurrido en la última media hora que le permitiría a ella y a su familia liberarse de una situación intolerable.
Esta experiencia ha permanecido conmigo, recordándome que no piense en la oración como un viaje pesado. En la oración pura nuestros deseos se hacen más espirituales, se acercan más a todo lo que Dios inspira, y vemos que estos deseos se pueden lograr. En la presencia de la omnipotencia del Amor, el mal deja de parecer como un poder o una presencia real.
Cuanto más frecuentemente entramos en este santuario, más fuertes y más capaces nos volvemos para sanar y ser sanados. Todo aquel que pasa su tiempo allí, lo sabe.
