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Si tus padres simplemente no comprenden...

Del número de abril de 1992 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¿Has Sentido Alguna vez como que estás parado en la ribera de un río y que tus padres te están mirando desde el otro lado? Yo sí.

Cuando entré a la escuela secundaria, mi relación con mis padres comenzó a cambiar. Parecía que no estábamos de acuerdo en nada. Además, mis padres no me dejaban hacer muchas de las cosas que yo quería hacer. Esto daba origen a muchas discusiones.

Dejé de contarles a mis padres acerca de mis actividades y opiniones porque sentía que ellos simplemente no me comprendían. En lugar de eso, le contaba todo a mi mejor amiga. No obstante, me sentía fastidiada y preocupada; y comencé a orar con el fin de saber cómo resolver esta situación, la cual, en mi opinión, era totalmente injusta.

Si estás atravesando por una situación así, seguramente se te han ocurrido diversas maneras de resolverla. Por ejemplo, no hablar con tus padres acerca de tu vida, problemas y desafíos, y sólo apoyarte en tus amigos, y así evitar un conflicto. O tal vez, hacer que tus padres vean muy claramente que estás disgustado con ellos y que no te comprenden, con la esperanza de que cedan. Y, tal vez, hasta se te haya ocurrido la alternativa de dejar la casa.

Si te interesa encontrar una solución que beneficie a toda la familia, puedes volverte a Dios, el Amor divino, en busca de guía e inspiración. El comprender que el hombre es el hijo espiritual de Dios nos brinda una manera sanadora de responder a la discordia familiar. Por más amplia que parezca la separación entre hijos y padres, a través del poder del Amor divino las diferencias se pueden superar y se pueden construir nuevos puentes.

Al principio de la Biblia leemos: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Si Dios es realmente el creador del hombre, entonces El es un verdadero Padre. Esto quiere decir que todos los hijos de Dios son hermanos y hermanas. Dios es también la Mente del hombre en un sentido más profundo, y el hombre, como la semejanza espiritual de la Mente, manifiesta bondad, sabiduría e inspiración de Dios. La identidad espiritual de la que estamos hablando no incluye la capacidad para expresar tanto mal como bien, porque Dios, la fuente del hombre, es totalmente bueno.

Si pensamos que la manera de pensar de nuestros padres es simplemente anticuada e inflexible, probablemente nos veamos en continuos desacuerdos, mientras que el punto de vista espiritual del hombre como la expresión de la Mente destruye la creencia de que se deben esperar conflictos cuando hay diferencias de opiniones y puntos de vista. La Mente divina es suprema; y nuestra contribución más importante a la armonía en la familia es aferrarnos a que este hecho espiritual es verdad tanto para nosotros como para los otros miembros de la familia.

En la Biblia hay pasajes que afirman la supremacía de Dios y definen la mejor y más progresiva manera de vivir. Por ejemplo, en los Diez Mandamientos las relaciones familiares se consideran en el mandamiento “Honra a tu padre y a tu madre”. Este mandamiento incluye una promesa: “para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”. Aquí el mandamiento hace referencia a la largura de días que vivieron los hijos de Israel en la tierra prometida por Dios. Esta tierra no es simplemente un lugar; en cambio, como muchos de los símbolos en la Biblia, puede representar un estado de pensamiento. Para mí, la tierra significa la comprensión de que la existencia del hombre es espiritual, eterna, armoniosa y gobernada por Dios.

A veces nos podemos sentir demasiado resentidos hasta para ver a nuestros padres como el linaje de Dios. Es verdad que las circunstancias familiares varían ampliamente y que a veces se echan a perder por los malentendidos y el mal comportamiento, pero el resentimiento nos impide reconocer el bien que está presente. Si podemos estar agradecidos por algún bien, estamos contribuyendo a la curación. Tal vez, podemos recordar las acciones llenas de sabiduría o bondad que nuestros padres hicieron a través de los años, o pacientemente podemos llegar a comprender por qué dicen y hacen las cosas que hacen. Esa gratitud sincera o ese esfuerzo por ver los puntos de vista de los demás, naturalmente hacen que queramos honrarlos y comprenderlos — ver su verdadera naturaleza espiritual — y dejar de lado todo otro sentimiento.

Cuando yo estaba teniendo tanta dificultad para llevarme bien con mis padres, me di cuenta de que la oración y una creciente disposición para amar produjeron cambios para bien.

Al comprender más sobre mi identidad espiritual, pude dejar de lado mi orgullo y ser más humilde y respetuosa. Por supuesto que esto no fue siempre fácil. Y traté de todas las maneras posibles de comunicarme, compartir, encontrar temas en común sobre los cuales mis padres y yo pudiéramos hablar.

La armonía aumentó con el correr de los años. Tuve que dejar de justificarme a mí misma analizando quién, en mi opinión, estaba en lo correcto o no. Me di cuenta de que eso no era lo más importante. Las opiniones humanas sólo son pensamientos mortales y, a menudo, no están muy cerca de la verdad espiritual. Poco a poco fui adquiriendo una nueva comprensión de Dios y de Su expresión, el hombre, como la verdad esencial. El creador y Su creación son buenos, y lo que es verdadero y real es la constante actividad del bien.

Ahora, al recordar mis años de adolescente, me doy cuenta de que obtuve toda la libertad que necesitaba, pero no necesariamente toda la que yo pensaba que necesitaba en esa época. Mi relación con mis padres es amorosa y cada día mejor.

La Ciencia Cristiana nos brinda un concepto importante respecto al logro de la felicidad. Se aparta del concepto egoísta sobre “ser feliz” al que la mayoría de nosotros estamos acostumbrados. La Sra. Eddy comenta en su Mensaje a La Iglesia Madre para 1902: “La felicidad consiste en ser buenos y en hacer lo bueno; sólo lo que Dios da, y lo que nos damos a nosotros mismos y damos a los demás por medio de Su providencia, confiere felicidad: la consciencia de valer satisface al corazón hambriento, y nada más puede hacerlo”. El basar nuestra felicidad en el dar, en lugar de hacerla depender de lo que podemos o no recibir, hace que la felicidad tenga una base duradera. Entonces descubrimos que podemos experimentar la alegría de tomar parte activa en el logro de un hogar feliz.

No tenemos por qué aceptar la opinión general de que la separación de la familia y las fricciones que surgen a consecuencia de vivir juntos es normal e inevitable. Podemos actuar haciendo la paz y no provocando la guerra. Podemos medir nuestras palabras y acciones, y al examinarlas preguntarnos cuánto amor expresan.

Tal vez, saquemos en conclusión que podemos dar más amor a nuestra familia. Por supuesto, la pregunta es “¿Cómo?”. En su carta a los Corintios, Pablo dijo que el amor es una cosa fuerte y duradera: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser” .

El permitir que el gobierno de Dios esté con nosotros en toda situación, y abrir nuestro corazón a la actividad transformadora del Cristo, la Verdad, en nuestra consciencia, llenan nuestra vida de paz.

Todos compartimos la responsabilidad del ambiente que reina en nuestro hogar. En lugar de pensar que las diferencias entre padres e hijos son definitivas, cada uno de nosotros puede comenzar a construir un puente de amor, paciencia y esperanza. Con la Mente divina como nuestro Padre-Madre universal y el hombre como Su expresión, tenemos la base correcta sobre la cual construir.

Amados, amémonos unos a otros;
porque el amor es de Dios.
Todo aquel que ama, es nacido de Dios,
y conoce a Dios.. .
Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano,
es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano
a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios,
a quien no ha visto?
Y nosotros tenemos este mandamiento de él:
El que ama a Dios, ame también a su hermano.

1 Juan 4:7, 20, 21

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