Si Es Verdad que Dios es infinito y bueno, entonces lógicamente podríamos llegar a la conclusión de que no queda lugar para el mal. Pero esto es más que un pensamiento placentero. El hecho es que la gente ha estado comprobando que es verdad, tanto en casos de poca importancia como en casos de mucha importancia, a lo largo de la experiencia humana.
Una de esas personas fue Juan, el muy amado discípulo de Jesús. El antiguo escritor cristiano Tertuliano relata la tradición de que el Apóstol Juan fue puesto en una caldera de aceite hirviendo por orden del emperador romano en un esfuerzo por detener la difusión del cristianismo. Por muy asombroso que parezca, escapó de estas ordalías sin sufrir daño alguno. Más tarde las autoridades romanas lo desterraron a la Isla de Patmos, donde aparentemente fue condenado a trabajos forzados. Pero es evidente que Patmos no fue un lugar meramente de persecución para Juan, pues fue allí donde recibió los mensajes para las siete iglesias y las visiones que más tarde registró en el inspirador libro del Apocalipsis. De manera que de una situación que parecía llena de mal resultó un bien grande y permanente.
La Sra. Eddy, en su libro Ciencia y Salud, comenta sobre la manera en que el bien vino a Juan. Explica que “el mismo mensaje, o pensamiento alígero, que derramó odio y tormento, trajo también la experiencia que por fin elevó al vidente para que contemplara la gran ciudad, cuyos cuatro costados iguales fueron un don del cielo y daban el cielo”. Y a continuación indica cómo se aplica este punto a nuestra vida cuando escribe: “La circunstancia misma que tu sentido sufriente considera enojosa y aflictiva, puede convertirla el Amor en un ángel que hospedas sin saberlo”.
Recuerdo haber oído esta declaración en el culto de una iglesia de la Ciencia Cristiana un día después de haber recibido la noticia de que había fracasado en mis exámenes finales para mi graduación en la universidad. Aun cuando el futuro se veía muy sombrío, pude ver que esta declaración tenía que significar que había una bendición para mí en lo que me parecía una circunstancia “aflictiva”. Y es exactamente así como resultó; mi año extra en la universidad me benefició mucho. Después de haber pasado mis exámenes exitosamente la segunda vez, comencé mi carrera preferida, la de enseñar, donde me volví un profesor mucho más comprensivo de lo que hubiera sido. Al haber fracasado yo mismo en una serie importante de exámenes, pude comprender los sentimientos de esos alumnos que consideraban probable que fracasarían y, con frecuencia, pude ayudarlos a que aprobaran.
Mediante mi estudio de la Ciencia Cristiana pude ver que lo que me había hecho fracasar en mis exámenes era mi temor a fracasar. También comprendí que aun cuando lo que había temido había ocurrido, la experiencia ciertamente no me había separado del Amor divino. Así vi que podemos desafiar al temor y decirle: “Aun cuando las cosas parezcan ocurrir de la manera que predijiste, aun así estaré bien, pues el Amor divino continuará cuidándome. Por lo tanto, tu único futuro es la derrota”. El razonar de esta manera elimina la base del temor. Una vez que se vence el temor, la curación está asegurada.
Es muy significativo que haya sido el Apóstol Juan quien nos dio el remedio apropiado contra el temor, el cual evidentemente comprobó con su propia experiencia. Dijo: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor”.
Siempre que nuestro pensamiento se eleva hacia el amor desinteresado, se siente la animada presencia del Cristo con el poder de liberación. Aun cuando pueda parecer que estamos más allá de toda ayuda humana, en el momento que estemos dispuestos a que se nos ayude espiritualmente, mediante nuestro completo sometimiento a Dios, hemos unido nuestro pensamiento con el poder divino. El mecanismo de la mente humana es silenciado, y las maravillas de la ley divina se ven en operación. Elevados al sentido consciente de que el dominio le pertenece a nuestra individualidad verdadera, asumimos el mando, y ya no nos parece sorprendente que las fuerzas de la divinidad puedan expulsar a las supuestas fuerzas del materialismo en nuestra experiencia.
La Biblia nos asegura: “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado”. Sea cual fuere el peligro que parezca estar amenazándonos, la naturaleza de Dios, cuando la mantenemos en el pensamiento, es tan protectora como una “torre fuerte”.
El saber que Dios es Amor infinito y omnímodo nos libera de todo temor a un desastre, pues un Dios tan afectuoso, con toda seguridad tiene que cuidar y proteger a Su amado hijo. El comprender que Dios es Principio invariable significa que podemos depender de Su armonía para gobernar toda nuestra experiencia. El saber que Dios es Espíritu omnipotente envuelve esa experiencia misma en una atmósfera totalmente edificante donde su opuesto, la materia, no es posible que domine. Sobre todas las cosas, el someternos sin reservas a la totalidad de Dios, excluye cada vez más al mal de nuestra vida.
Por supuesto, todavía se necesita mucho progreso espiritual antes que la vacuidad del mal sea evidente a toda la humanidad. Pero el ejemplo supremo de la autoridad de Cristo Jesús sobre el mal, debiera alentarnos a poner por obra nuestra propia capacidad dada por Dios para vencer el pecado y el temor con bondad y amor. Este fue, por cierto, el caso con Juan. Puede ser que no encaremos una caldera con aceite, pero podemos confiar en el mismo poder y protección del bien, propios del Cristo, en cualquier circunstancia en que nos encontremos.
