Desde Mi Niñez había tenido miedo al fuego y a sus efectos. Me parecía que era un elemento especialmente atroz y destructivo. De manera que sentí, en cierto modo, una conmoción cuando mi madre me llamó desde la cabaña que tenían mis padres en el este de Oregón, E.U.A., una mañana de verano, y me pidió que orara de inmediato. No muy lejos de la cabaña de mis padres, mientras alguien ponía creosota en los postes de vallado, hubo una explosión que prendió fuego a los pinos, secos como yesca, en los alrededores; y el viento estaba dirigiendo las llamas hacia la pequeña comunidad de cabañas en la que vivían.
Literalmente corrí para buscar mi Biblia y mi ejemplar de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, a fin de calmar mis pensamientos con los mensajes sanadores que hay en ellos. He sido estudiante de la Ciencia Cristiana toda mi vida y estoy muy familiarizada con esos libros. Pensé en la historia de la Biblia acerca de Elías y la “voz callada y suave” de Dios que vino a él después de sentir un poderoso viento, un terremoto, y un fuego (véase 1 Reyes 19:8–12, versión King James). Después leí el siguiente pasaje en Ciencia y Salud: “No hay vana furia de la mente mortal — expresada en terremotos, vientos, olas, relámpagos, fuego y ferocidad bestial — y esa llamada mente se destruye a sí misma”.
Había leído este pasaje muchas veces y mentalmente siempre le había dado a la palabra vana la definición de “vanidosa” y “presuntuosa”. No obstante, ese día, me sentí impulsada a buscar la palabra en el diccionario y vi, para mi sorpresa, que significa “irreal, infundado, sin utilidad material o espiritual”. Literalmente me reí a carcajadas al pensar lo ridículo que era que se prestara tanta atención a algo tan desemejante a Dios, el bien, o que se temiera por suponerlo destructivo. Vi que el fuego es nada, completamente sin poder para destruir ninguna parte de la creación espiritual de Dios. Dios es el único poder.